Paula 1152. Sábado 19 de julio de 2014.

¿Qué cambios puede sufrir un hombre tras verse obligado a no comer carne por algunos meses? Después de viajar un tiempo por la India, el periodista y crítico literario Juan Manuel Vial cuenta su experiencia.

Tal vez lo más curioso para el paseante occidental que arriba por primera vez a la India sea que allá la vida diaria transcurre en los extramuros: todas aquellas actividades rutinarias que uno acostumbra a llevar a cabo entre cuatro paredes, o intramuros, en la India se efectúan en plena calle, ya sea en pasillos oscuros y pestilentes o en avenidas luminosas repletas de ciudadanos. Desde una meticulosa limpieza de orejas, hasta una siesta profunda. En consecuencia, los actos de cocinar y comer también son eminentemente callejeros.

Salvo en los barrios musulmanes, los alimentos y comistrajos que se consumen en las calles de la India son vegetarianos. Si al visitante se le ocurre bientratarse con un curry de pollito o de cordero –la vaca efectivamente es sagrada y no se la toca; chancho nunca vi– deberá entrar a un restorán, lujo de índole occidental que el común de los indios rara vez se permite en una, o, la mayoría de las veces, en cientos de reencarnaciones. Es por ello que un carnívoro irredento, tras pasar el tiempo suficiente vagando por la patria del gordo Ganesh, puede terminar fácilmente convertido en un vegetariano involuntario.

Rotis, chapatis y nans a guisa de pan y de cubiertos (en la India se come con las manos); frituras dulces de variadas formas y texturas a modo de golosinas (balushahi, jalebi, gulab jamun); té chai a toda hora (suple al agua y al café); pakoras de queso como premio; lassi dulce en vez de yogurt (bhang lassi, una bebida en base a marihuana, ocasionalmente); las deliciosas dal makhani (lentejas espesadas con innumerables especias); varios tipos de arroces; el llamativo thali y el insuperable paneer kadhai, trozos de quesillo flotando en una salsa roja hecha a base de decenas de ingredientes. Esta es solo una fracción de los condumios y exquisiteces que se pueden encontrar en cualquier lado caminando una o dos cuadras.

Tratándose de una revista para gente distinguida, no describiré aquí los trastornos estomacales que paulatinamente me fue posible observar con la adopción de la nueva dieta vegetariana. Eso sí, entre las mutaciones que a raíz de ella experimenté, ninguna fue tan dramática como la pérdida de la libido. De ser un chico cumplidor con sus anhelos y fantasías sexuales, de un día para otro me convertí en una especie de monje asexuado. El asunto resultó alarmante, pues al estar acostumbrado a dedicar una parte de la jornada a ciertos pensamientos acalorados, de súbito me vi con la mente en blanco, dolorosamente liberada de estímulos reales e imaginarios.

El trance duró lo que tenía que durar y, tras un periodo de consternación existencial, todo volvió a la normalidad. No obstante, la adopción casual del vegetarianismo aún me guardaba otra sorpresa de carácter sicológico: luego del cuarto o quinto mes de viajar por la India, regresé a Chile a principios de 2001. Y puede que por temor a experimentar otro desajuste síquico, decidí mantenerme fiel a la dieta vegetariana. Además, es lindo lo que decía Marguerite Yourcenar al explicar su desprecio por la carne: "No me gusta digerir agonías".

Pero entonces comencé a tener un sueño recurrente, algo que nunca me había sucedido antes. En el sueño corría yo por un bosque y atacaba con mis propias fauces el cuello de un venado. La interpretación –y la solución al asunto– esta vez resultó fácil: volví a comer carne y nunca más me vi envuelto en aquel inquietante y sangriento episodio, aunque, de vez en cuando, todavía sueño con que me alimento por las calles de la India.