“Hace tres años dejé mi país natal, al norte de Europa, para empezar una vida nueva en esta hermosa y estrecha tierra al sur del mundo. La razón principal, aunque ahora me guste sumarle otras, fue clara desde un principio; unos meses antes había conocido en un viaje a Berlín a una chica testaruda, sumamente inteligente, peleadora, divertida y recursiva que estaba de vacaciones con amigas y que prontamente volvía a Chile, donde estaba su familia. Y yo, luego de meses de relación a distancia, me iría tras ella.
Esas semanas en Berlín bastaron para que engancháramos como nunca habíamos enganchado con nadie. Todo se dio de manera muy natural y fluida, y al cabo de 28 días miramos hacia atrás y ambos coincidimos en que si bien no había sido mucho tiempo, parecía como si nos conociéramos hace años. Quedamos en que seguiríamos hablando y que si se daba, en unos meses podríamos volver a encontrarnos en algún lado. Yo le propuse que podía ir a verla. Sin presiones, pero ambos estábamos ilusionados. Los meses posteriores a esa despedida hablamos todos los días, por mensaje y por llamado. Hasta que finalmente decidimos reencontrarnos.
Acordamos que sería un reencuentro corto, en su país natal, para ver cómo se iba dando. Una cosa era conocerse en Berlín estando ambos de vacaciones, otra cosa muy distinta era conocerse en la rutina de la convivencia y en las dinámicas cotidianas. Compré un pasaje por ocho días, con posibilidades de alargarlo un poco más. Esos ocho días se volvieron 20 y finalmente decidimos que, dado que existían también posibilidades laborales, yo me iría de vuelta a Europa a buscar mis cosas, a sortear mis temas y finalmente volver. Viviríamos juntos en su departamento un tiempo y luego encontraríamos otro un poco más grande. El día antes de tomar el avión de vuelta a Chile nos llamamos y le pregunté: “¿Estamos seguros?”. La respuesta, por parte de ambos, fue sí.
Vuelvo a repetirlo; me vine a Chile por amor, más allá de que ahora pueda sumar otros factores y me encuentre bien aquí. Pero ese amor no resultó. En cambio, se fue transformando en otra cosa hasta lentamente apagarse del todo. Más que ilusión quedaron dudas, confusiones y una gran e irreparable brecha cultural que, para nosotros al menos, fue imposible de enmendar. Todo comenzó con las intervenciones de su familia. Como muchas en este país, eran muy conservadores, tradicionales y religiosos y, aunque suene raro –para mí lo fue porque no estaba acostumbrado a que las familias tuviesen tanta incidencia en las relaciones de las generaciones más jóvenes– fueron esas dinámicas entrometidas las que dieron paso a un ambiente hostil y poco natural, en el que mi pareja y yo, que habíamos construido un lindo espacio de confianza e intimidad, no pudimos seguir con lo nuestro. No quiero con esto culparlos a ellos, porque en definitiva, más que la familia específica, lo que develó esta situación fue un choque de dos mundos. Un choque abrupto que, a ratos puede ser insignificante o pasar a segundo plano, en nuestro caso terminó por separarnos.
Llegó un punto en el que todo se había vuelto tedioso. Porque a esas alturas, nuestra justificación para cualquier discusión –en vez de trabajarlas y empatizar con el otro–, era la de apuntar con el dedo y decir ‘somos muy diferentes culturalmente, no va a resultar’. Mi relación con mi trabajo era un problema para ella, y sus cambios de planes también lo eran para mí. Mis hábitos alimenticios eran motivo de pelea, y sus dinámicas familiares también. Cada domingo transcurrido en la casa de sus papás eran un tedio insoportable. Y mi incapacidad de compartir mis emociones, o mi individualismo exacerbado muy propio de culturas del norte, también lo eran. Todas cosas enraizadas en lo cultural, puede ser, pero que en definitiva también se podían trabajar. Por eso ahora, pensando hacia atrás, me doy cuenta que la brecha cultural es doblemente peligrosa; es certera y genera distancias enormes entre las personas involucradas, pero también sirve de excusa para no trabajar los temas que requieren revisión, consenso y compromiso.
Estuvimos juntos un año, en el que probablemente vimos lo peor de nosotros. El encanto y la ilusión de esos tiempos previos a la convivencia parecían ya muy distantes y lejanos. Tratamos de pelearlo, pero fue en vano. A mí me impactaron de sobremanera ciertas lógicas con las que nunca había interactuado en mi vida; me llamaron mucho la atención ciertas formas pasivo agresivas y poco claras, y a ella que yo no pudiera hablar con tanta apertura de lo que sentía, cosa que igual me propuse trabajar y que, a la fecha, sigo pensando que es sumamente necesario. Al final, por más que no me guste hablar de ética y moral, las diferencias estaban enraizadas ahí, en esa zona muy profunda y poco concreta en la que se gestan las constituciones propias de cada uno. A veces esas diferencias, esas que tienen que ver con la cosmovisión del mundo, con las esencias de cada uno, se trabajan o no adquieren tanta relevancia, pero otras veces se acapararon del panorama y no permiten seguir.
La recuerdo con amor y mucho cariño. Me trajo a un país al que probablemente no hubiese llegado si no hubiese sido por ella. Y aunque ya no nos veamos, cada vez que viajo de vuelta a la casa de mis papás y siento esas ganas de volver a Chile, pienso que en esas ganas, también está la ilusión que sentí esa primera vez que me subí al avión rumbo a Chile. Y eso, se lo debo a ella”.
Jack W. (32) es historiador y le gusta el tenis.