Mis mejores recuerdos de infancia y adolescencia son de los veranos, que por lo demás eran larguísimos. Cada primero de enero mis abuelos armaban los bolsos, cargaban el auto y partían conmigo, mi hermano y tres primos más a la casa de la playa donde nos quedábamos hasta justo antes de entrar a clases. Era ya una tradición, no había ninguna posibilidad de que alguno hiciera planes en otro lugar, al menos durante esos meses. Y tampoco queríamos hacerlo, porque fue allí donde viví, y creo que todos, las mejores e inolvidables historias de nuestras vidas.
Recuerdo días enteros en la arena comiendo dulces de la Ligua, corriendo por las rocas y recolectando conchitas de mar para decorar los castillos de arena. Y en las tardes, el mejor momento del día, cuando nos arreglábamos para ir a los juegos y a veces a comer uno que otro churro en un carrito que se ponía cerca del tajamar. Luego, cuando más grandes, recuerdo los grupos de amigos entrañables, el primer amor, el primer cigarro –Life, en ese tiempo– y lo mejor, las fogatas nocturnas en la playa.
La rutina era idéntica todos los días: despertábamos tarde y ya no nos gustaba tanto estar todo el día en la playa como cuando niños. Bajábamos tarde porque ahora, más que estar al sol, nos importaba elegir la mejor pinta, esa que cuando eres adolescente crees que es increíble y que ahora miro en fotos y solo me avergüenza. Cuando terminaba la puesta de sol todo el grupo de amigos se iba a sus casas para abrigarse y prepararse para la noche. Cerca de las nueve de la noche nos juntábamos en el centro y después de recolectar algo de plata para lo que tomaríamos, partíamos a nuestro destino. Algunas veces era la casa de alguno del grupo, otras alguna disco de mala muerte, y otras, el lugar elegido era la playa. Esas noches eran mis favoritas. Nos sentábamos en la arena todos en círculo y algunos se hacían cargo de buscar palos para prender fuego. La excusa era el frío, pero más que por la sensación térmica, la fogata se prendía porque le daba un ambiente distinto a la noche.
El fuego convoca, siempre ha sido así. De a poco, mientras avanzaba la noche se sumaban más personas y nuevas historias. No faltaba el que llegaba con la guitarra y terminábamos todos –con varios vinos encima– cantando canciones cebolla sobre la amistad y el amor, que después se transformaron en himnos de nuestra amistad. Suena cursi, pero en la adolescencia esas cosas marcan. Como cuando quedé sentada al frente al “amigo” que me gustaba, y según yo, cantamos mirándonos a los ojos. Nunca pasó nada más, pero bastó el fuego, la música y su presencia para dejar en mí un recuerdo inolvidable.
Ahora pienso en esa garrafa de vino que pasaba de boca en boca y no me puede generar otra sensación más que asco, pero en ese tiempo hasta ese gesto resultaba ser un ritual agradable. Contar historias también lo era. La oscuridad y el fuego invitaban a hacerlo y si eran de terror mejor aun, porque después uno podía encontrar el consuelo en un abrazo. Creo que esa intimidad que generaban las fogatas en la playa era lo que más me gustaba, a diferencia de la disco o en una casa, donde todos estábamos más expuestos y por lo mismo se generaban otras dinámicas.
La brisa del mar, el espacio abierto, la oscuridad y el calor del fuego me hacían sentir cómoda y libre. Tanto que algunas veces nos quedamos hasta que el fuego se extinguiera solo para ver el amanecer. Después teníamos que entrar en puntillas a la casa para que mis abuelos no notaran que nos habíamos pasado de la hora permitida de llegada. Pero aunque muchas veces no lo logramos y nos llegó reto. Valía la pena por esos momentos.