Dejar la llave de la ducha abierta durante 24 horas. El aumento del riesgo de tener cáncer. Un animal torturado. La profundización del efecto invernadero. La deforestación del Amazonas. A todo eso equivale un asado familiar. Y en estos días, los asados abundan.
Septiembre es el mes en que más carne roja se come en Chile. Los asados, empanadas de pino, anticuchos y choripanes de las fiestas patrias hacen que el consumo aumente en un 51% en comparación a cualquier otro mes, según la Asociación Gremial de Plantas Faenadoras Frigoríficas. La misma organización proyecta que este año se batirá el record de consumo de carne roja en el país, con 29 kilos anuales por persona, que incluyen vaca, cerdo y cordero.
El consumo era mucho menor hace diez años: en 2008 fue de 22 kilos anuales por persona. Esto a pesar de que en ese entonces la cultura vegetariana, y sobre todo la vegana, eran más débiles. Prácticamente nadie conocía el concepto "veganismo" y mucho menos sabía de qué se trataba: de no consumir ningún producto de origen animal, que en términos de alimentación incluye carnes, lácteos, huevos y miel. En 2008, cuando Chile comía menos carne, no existía la cantidad de tiendas y restoranes con comida vegana y vegetariana que hay hoy día, y mucho menos se encontraban en supermercados productos en base a plantas que reemplazan otros de origen animal, como las leches de soja y almendra o la "Not Mayo", una mayonesa en base a garbanzos. Aun así, el consumo de carne roja va en aumento. ¿El problema? La industria de la carne, además de basarse en la tortura animal, está destruyendo la salud de las personas y el planeta. Y esto, por supuesto, incluye a Chile.
En septiembre del año pasado me hice vegana. Hace seis años que no comía carnes rojas y solo de vez en cuando comía un poco de pescado, así que la tarea no fue tan difícil. Tuve que dejar el queso, los postres con crema, manjar y merengue (aunque descubrí otros) y hacerme experta en leer etiquetados de alimentos.
Había publicado varios artículos relacionados al veganismo: activistas que liberan pollitos de las fábricas, guaguas que jamás probarán un bocado de cualquier producto animal, asaltos al rodeo, dietas en base a plantas. Reporteando para uno de esos vi un documental que hizo la organización Elige Veganismo sobre la industria lechera de Chile, donde aparecen imágenes de un parto violento en el que sacan a la cría del útero con una cadena. Terneros y madres separados llamándose mutuamente durante días. Terneras descuernadas con soda cáustica. Ahí sospeché que terminaría por dejar todo producto de origen animal.
La decisión se concretó por un problema de salud: mi sistema inmune estaba funcionando cada vez peor y hacía al menos tres amigdalitis y sinusitis anuales, con fiebres de casi 40 grados y días en cama inyectándome o tomando antibióticos. Hasta que llegué a al neurólogo y médico naturópata Pedro Silva, que me recomendó cambiar los remedios por una dieta vegana. A un año de eso, no me he enfermado ni una sola vez. Se acabó la fiebre, se acabó el dolor de cabeza, se acabó la falta de energía y el gasto de plata que todo eso suponía.
Me di cuenta de que no se trataba solamente de una experiencia personal, sino que los beneficios de las dietas vegetarianas y veganas han sido reafirmados por muchos estudios científicos. Algunas de las conclusiones son que las personas que no comen carnes rojas disminuyen la probabilidad de sufrir enfermedades cardiovasculares, presentan menores niveles de hipertensión y obesidad, disminuyen la probabilidad de sufrir diabetes y también de tener cáncer.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) indica que es saludable llevar una dieta basada 100% en productos de origen vegetal en todas las etapas de la vida, incluyendo embarazo, lactancia, primera infancia y también en deportistas de alto rendimiento. Siempre y cuando se suplementen con vitamina b12, la única que no se ha encontrado en plantas y que ayuda a mantener el sistema nervioso central y a formar glóbulos rojos. Se puede consumir a través de alimentos fortificados, complejos vitamínicos o en inyecciones de neurobionta.
En 2015, la OMS decretó a las carnes procesadas, tipo hamburguesas, salchichas, tocino y fiambres, como cancerígenas, dejándolas en el Grupo 1 de la escala de alimentos cancerígenos, el mismo grupo que contiene al tabaco. Además, los estudios concluyeron que el consumo diario de 100 gr. de carne roja aumenta en un 18% el riesgo de generar cáncer, razón por la cual quedó en el Grupo 2A, de probablemente cancerígenos, donde comparte lugar con el glifosato, que es un herbicida tóxico. Esta información es la que la ONG Animal Libre pedirá al Ministerio de Salud incluir en el etiquetado de las carnes, que hasta ahora no tienen ninguna advertencia.
El Estado chileno tampoco ha considerado los efectos de la industria de la carne en términos medioambientales. La agricultura animal es responsable de cerca del 30% del consumo de agua dulce a nivel mundial, según estudios como Una evaluación global de la huella hídrica de productos de animales de granja, publicado en 2012, donde se concluye que "es más eficiente el consumo de agua para obtener calorías, proteínas y grasas a través de productos agrícolas que productos animales". Según datos de la organización Water Footprint Network (Red de huella de agua) para producir solamente un kilo de carne de vaca se necesitan más de 15.000 litros de agua.
Los datos no son menores considerando la sequía que sufre Chile desde 2006 y el hecho de que cuatro provincias de Valparaíso acaban de ser consideradas zonas de escasez hídrica, lo que recuerda el caso de Petorca, en donde se secó el río y la gente tiene que hacer caca en bolsas plásticas por la falta de agua.
Otro problema del cual Chile no se salva es el efecto invernadero, que aumenta la temperatura terrestre modificando ecosistemas. Los niveles nacionales de gases de efecto invernadero se incrementaron en un 113,4% entre 1990 y 2013, de acuerdo al Segundo informe bienal de actualización de Chile sobre cambio climático. Por eso, es importante saber que un estudio de 2006, publicado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) bajo el título La larga sombra del ganado, indica que el 18% de la emisión de los gases del efecto invernadero a nivel mundial provienen de las flatulencias de las vacas de la industria ganadera, un porcentaje mayor a la suma de las emisiones que producen todos los automóviles, trenes, aviones y barcos del mundo.
El mismo estudio indica que la industria ganadera ocupa el 30% de toda la superficie terrestre (sin contar las zonas de hielo) y se le reconoce como una industria que está impulsando la deforestación, especialmente en América Latina, donde se detectó que el 70% de los bosques de la Amazonía han sido arrasados para usarse como zonas de pastoreo o cultivo de soja para alimentar a los animales. Estudios posteriores han detectado el aumento de ambos porcentajes hasta un 45% y un 91% respectivamente. Además, los desechos de los animales tienen graves consecuencias en los suelos y aguas subterráneas.
Los datos, que siguen y suman, hacen que parezca ridículo intentar ahorrar agua con duchas cortas, evitar contaminar al movilizarse en bicicleta, indignarse frente al desastre de Quintero y marchar contra Alto Maipo si no dejamos de consumir, como mínimo, carnes rojas.
Los asaditos de este 18 no son inofensivos.