Hija de mamá española y papá chileno, tuve la suerte de poder cruzar el charco cada año desde que nací. Visitábamos a la familia, a los abuelos, a los amigos y aprovechábamos en cada viaje de conocer algún lugar de Europa. En los aviones iba leyendo libros y mezclándome con gente de distintos acentos en los aeropuertos, hasta que un día mis papás decidieron llevarnos a Egipto. Ese viaje cambió mi percepción del mundo y aumentó mi hambre de conocimiento hacia las diferentes culturas, de caminar por lugares históricos y de probar cosas nuevas. Ver gente con túnicas por el desierto, entrar a las pirámides de una civilización antigua, navegar por el Nilo o perderse en la locura de los bazares, hizo que despertara en mí el sueño de viajar.
La India era un destino que me obsesionaba. No sé por qué. Leí cuanto libro encontré de ese inmenso país y me propuse ahorrar cada peso que tuviera para poder llegar a él. Todavía no existía Instagram, por lo que no había visto muchas fotos, ni sabía de mucha gente que hubiese estado, pero aún así estaba obsesionada. Terminé la carrera y logré cumplir ese sueño: 10 meses de viaje que culminaron con tres meses en la India, en los que pasé miedo, vi cosas que jamás pensé que vería, tuve pena y asco en partes iguales, probé cosas diferentes, escuché bocinas como nunca, dormí en trenes rodeada de locales, me intoxiqué y me enfermé hasta quedar en los huesos. Pero en los que también conocí gente que marcó mi vida, vi las maravillas más increíbles que hay sobre la faz de la tierra, me enamoré de los saris y sus colores brillantes en los cuerpos de las mujeres indias, leí más libros y aprendí más historias, me bañé en sus playas y me fasciné con el hinduismo. Al volver de esta experiencia, juré volver y seguir conociendo el mundo.
Volví en abril del 2013, y en noviembre del año siguiente nació mi primer hijo. Muchos me decían que tendría que suspender la idea de irnos otra vez, a lo que yo respondía que la idea sólo se postergaba. Durante ese periodo siempre viajamos en familia. Hacíamos viajes más cortos o salíamos de vacaciones. Viajar con mi hijo nunca fue un impedimento. En Santiago lo llevaba conmigo a la oficina y a reuniones, y eso hizo que de alguna manera sintiera que llevarlo a museos, playas o excursiones no fuera demasiado diferente. Cuando cumplió un año, me volvieron las ganas de partir. Seis meses después renunciamos a nuestros trabajos y cruzamos el mundo para instalarnos en Bali.
La experiencia no sólo fue perfecta para nosotros, sino también para mi hijo, quien se desenvolvía con soltura entre la gente cariñosa del lugar, jugaba con niños de todo el mundo en el jardín y lanzaba sus primeras palabras en una mezcla de español, inglés y bahasa. Vivimos una vida tranquila y sana. Empezábamos el día recorriendo los arrozales subidos en una moto y terminábamos viendo la puesta de sol comiendo un choclo a las brasas en la playa. Vivir este tipo de experiencias nos abrió la mente, nos hizo valorar lo que de verdad importa en la vida, y nos ayudó a desprendernos de apegos innecesarios y miedos que nos perseguían en una rutina que no era la que queríamos vivir. Las cosas materiales dejaron de importar y andar a pata pelada empezó a tener un valor inimaginable.
Cambiaron las prioridades de nuestra vida, y nos reíamos de tantos problemas inventados que nos tenían estresados unos meses atrás. La vida es fácil, la gente es buena, la bondad existe y la mano amiga también, en cualquier país del mundo.
Hoy en día, la gente me escribe preguntándome mi opinión sobre llevar a sus hijos a tal o cual destino, a lo que siempre contesto: "hay niños en todos lo países del mundo, no veo porqué debería ser complicado". Las redes sociales a su vez me han juntado con viajeros de distintas nacionalidades, que viajan con sus tribus por todos lados y en distintas condiciones, lo que me reafirma que viajar con niños es más un tema de actitud de los padres que de destinos que se eligen. ¿Hay más destinos "kids friendly"? Obvio que sí, pero los niños, sobretodo cuando son chicos, estarán bien donde estén sus papás, lo pasarán bien en la medida que les contemos historias y cuentos de los lugares por los que estamos pasando, y el viaje será más agradable para todos si entendemos que son niños y que tienen tiempos y necesidades diferentes. Son cosas sencillas: parar en una plaza, dejarlos elegir el restaurant, movernos en los horarios de la siesta o alojar en un lugar con cocina para poder hacer un alto y comer tranquilamente. No son ellos los que deben adaptarse a nosotros, también nosotros tenemos que cambiar la modalidad del viaje y entender que no viajamos solos.
Volver de Bali fue complicado. Es fácil acostumbrarse a un estilo de vida relajado y es difícil insertarse en el ritmo urbano de una ciudad como Santiago. Buscar jardín, postulaciones a colegios, papeles, trabajo, pagar cuentas, ver dónde vivir y volver sin ni uno fue parte de nuestro aterrizaje forzoso. Nuevamente el sentimiento de volver a hacerlo no nos abandona, por lo que decidimos planificar nuestra próxima escapada. Después de pensar, cranear, pasar muchas noches de brainstorming, invertir y estudiar, decidimos crear una plataforma digital para poder llevarla siempre con nosotros y trabajar desde cualquier lugar del mundo de forma remota. A pesar de esto, hay costos al decidir tener una vida más nómade, aunque sea sólo por épocas. Dejar el trabajo, cambiar de colegio a tus niños y despedirse de la familia son cosas que cuestan pero sabemos que la educación y visión de mundo que le estamos entregando a nuestros hijos con este tipo de aventuras no se aprende en libros ni en salas de clases. Son herramientas tan importantes para la vida como la tolerancia, el cuidado a nuestro planeta, el amor al prójimo -sea de dónde sea o sea cómo sea-, el respeto a la vida y a las distintas costumbres, desarrollar talento más allá de las notas, aprender idiomas para comunicarte. Les enseñamos a ser sociables, cariñosos y a adaptarse a diferentes realidades.
Viajar con niños te limita en algunas cosas y te obliga a cambiar la forma de viajar. No se puede salir hasta altas horas de la mañana, no podemos bajar juntos a bucear -a menos que tengamos a alguien de confianza que nos los cuiden-, y me imagino que hay más cosas que no se podrán hacer. Pero en todos nuestros viajes, sólo hemos encontrado estas dos limitaciones, el resto es puro goce. La experiencia de decir "chao, nos vamos", ya sea por un tiempo limitado, por un mes o varios años, sin pasaje de vuelta o para siempre, es un sentimiento que genera endorfinas y te hace cambiar el switch. Vivir de forma más austera para poder ser ricos de alma, es algo que nos mueve como familia. Si algo sale mal, sabemos que siempre podremos volver y que una mano amiga nos recibirá a nuestro regreso. Arriesgarse para pensar después lo que haremos cuando volvamos, para disfrutar hoy, querernos hoy, estar juntos hoy y crecer como familia hoy, no tiene precio para nosotros.
Teresa es Ingeniera Comercial y tiene dos hijos.