En diciembre de 2018 me casé con Diego luego de ocho años y medio de relación. Fuimos compañeros de paralelo desde segundo básico, pero lo conocí años después de haber terminado el colegio, a los 21. Más allá de lo común o inusual que puede ser nuestra historia, hay algo que siempre la ha caracterizado: gran parte del tiempo, nuestra relación ha estado sujeta a los viajes. Ambos tenemos 30 años y aun no está dentro de nuestros planes ser papás. Por el contrario, preferimos seguir en esta dinámica movediza, a ratos inestable, que ha generado cuestionamiento por parte de nuestro entorno pero que a nosotros nos funciona. Cuando nos preguntan "¿qué va pasar con tu carrera?" o "¿por qué no arman una casa estable?", siempre pienso que casas y trabajos van a haber siempre, pero tiempo no.

Para entenderlo mejor, voy a retroceder a 2002. Tenía 12 años y por el trabajo de mi papá destinaron a mi familia a Bethesda, una ciudad en Maryland, Estados Unidos, por un año. En esos tiempos los viajes y paseos a ciudades dentro y fuera de nuestro estado fueron muchísimos. Mis dos hermanos –mayores que yo– preferían quedarse en casa durmiendo o armando otro tipo de panoramas. Para mí, en cambio, lo de hacer maletas, bolsos, preparar comida para el camino, ir parando para tomar fotos era de lo más entretenido. Más allá de lo bien que lo podía pasar, lo que me intrigaba era conocer otra sociedad, otra cultura, otras costumbres. Me atrevo a decir que fue ahí cuando comencé con esta "bucket list" de los viajes y me propuse conocer cierta cantidad de países en el menor tiempo posible.

Imaginé mi vida con mochila al hombro, recorriendo el mundo, pensando lo difícil que sería encontrar a alguien que me siguiera el ritmo. Y si bien alcancé a viajar algo antes de conocer a Diego, fue con él que esta necesidad de salir de la zona de comodidad y conformidad cada cierto tiempo incrementó. A los 23 –yo periodista, él ingeniero comercial– cerramos la puerta de la casa de nuestros papás y decidimos irnos a Australia a trabajar de lo que fuera, juntar plata y viajar. Allá Diego descubrió que tenía habilidades para la jardinería mientras trabajaba en la casa de un israelí como jardinero. Juntos canalizamos nuestro perfeccionismo cuando hicimos aseo doméstico y luego en una cafetería, mismo lugar donde ambos lavábamos platos, ordenábamos la bodega, ayudábamos al chef en las preparaciones y servíamos smoothies, ensaladas y productos gluten free a los australianos amantes de la vida sana. Nos enamoramos de su cultura del café y las buenas ideas que tienen para ejecutar este negocio. Y estoy segura de que algún día terminaremos con nuestro propio local en alguna parte de Santiago.

Esa fue nuestra vida durante dos años, trabajando y cubriendo cada turno para juntar plata y vivir el día a día. Fue una experiencia súper enriquecedora y lo pasamos realmente bien. Nos nutrimos de una cultura que encajaba fielmente con nuestra manera de ser y conocimos realidades muy distintas a la nuestra. En lo personal, descubrí que tengo una capacidad de ahorro asombrosa. No recuerdo haber tenido una rutina establecida; cada día era distinto ya que los horarios de trabajo variaban y las necesidades diarias también. Gracias a lo que juntamos recorrimos Australia, viajamos cuatro meses por el Sudeste Asiático y parte de Asia y otros dos por Europa del Este.

Cuando volvimos a Chile encontramos trabajo y a los seis meses nos fuimos a vivir juntos. Desde ese entonces, han pasado cuatro años. Actualmente miro mi departamento y veo un living comedor absolutamente desarmado, mientras me tropiezo con una que otra cinta de embalaje. Choco con cajas de cartón y estoy craneando un tetris a escala humana para lograr que quepa todo un hogar dentro de una bodega de 7 metros cuadrados. Y es que tomamos la decisión de irnos nuevamente, esta vez a Europa.

Afortunadamente, contamos con una familia y amigos que nos apoyan, a pesar de la pena por vernos partir una vez más. De cierto modo, siento que esto de vivir una relación que se sustenta, en gran parte, en los viajes, es una especie de lección. Lamentablemente en Chile todavía hay que luchar con algunas exigencias que impone la propia sociedad. Hay que estudiar, sacar una carrera, ejercer, encontrar pareja, casarte, comprarte una propiedad y tener hijos. Todo en ese orden. Con Diego tenemos 30 años, el interés por la maternidad y paternidad aún no toca nuestra puerta. Priorizamos proyectos que para el resto quizás no son tan importantes, y eso a veces hace que algunos nos pongan en duda.

Esto de viajar en pareja nos ha enseñado que la inestabilidad no es necesariamente algo malo. Nos ha enseñado a desligarnos de lo que no es tan importante y a darle un valor inmensurable a lo que en el día a día podría parecer más banal. Viajar nos da perspectiva. Se ve como una decisión fácil y entretenida, pero conozco más de una pareja a la que no le ha resultado y, una vez de regreso en Chile, deciden terminar.

Hay riesgos en esta decisión de partir, porque también es soltar y aventurarse a lo desconocido. Según lo que he escuchado, es como tener hijos: o te une el triple a tu pareja o te distancia. Los miles de kilómetros que te separan de tus más queridos, influye; el cambio de cultura que te podría enamorar o provocar un gran rechazo, influye; hasta los intereses o metas personales podrían influir: ¿Qué pasa si yo me quiero quedar a toda costa, pero él solo quiere volver? Probablemente con Diego, sin querer queriendo, supimos cómo poner mis intereses, sus intereses y nuestros intereses en una balanza, tratando –muchas veces a tropezones– de mantenerla lo más equilibrada posible. Probablemente lo que estamos invirtiendo en este viaje nos podría haber servido para la casa propia. Pero esa no es nuestra prioridad por ahora. Aprendí que mi vida y la de Diego están primero, y que lo demás se puede acomodar a ellas. Estamos lejos de ser la pareja perfecta, pero me alegra habernos encontrado después de tantos años.

Carola Hidalgo tiene 30 y es periodista freelance.