Ya sé que agosto es el mes de los gatos, pero yo nunca he sido muy amiga de ellos. Tal vez es porque somos muy parecidos; yo también al principio observo de lejos porque no confío al tiro y me voy, sin aviso, de cualquier lugar cuando ya no quiero quedarme. Debe ser por todo eso que siempre he preferido a los perros.

Los perros son trasparentes y medios brutos. Se les nota en los ojos lo que quieren decir. Son honestos, los delata la cola y siempre vuelven para comer. Son fieles guardianes. Son simples.

De todos lo perros que me he encontrado en la vida, solo uno no fue bueno conmigo. Yo tenía unos 10 años y caminaba a mi casa después del colegio cuando sentí que un perro enorme y furioso me agarró el jumper y me tiró al suelo cerca de un árbol. Me mordió la única parte del cuerpo en donde encontró algo de carne para agarrar. También me mordió el brazo. Desde el suelo, vi un cartel en la reja de la casa de la que se había escapado, que decía: cuidado, perros bravos. No me pude sentar en un mes y durante mucho tiempo le tuve miedo a los perros.

Hay perros bravos y humanos peores, que los abandonan a su suerte en cuestas, caminos lejanos o que simplemente los tiran a la basura. Hay perros que sobreviven y acompañan a humanos igual de sobrevivientes; juntos van sanando las heridas y esquivando la soledad. Conversan cada uno en su leguaje y comen cada uno su comida, aunque muchas veces comparten la misma cama. Los perros, como los humanos, están en todos lados; andan en micro, se suben a aviones, entran a restoranes, tienen fichas médicas y leyes y un largo pasillo en el supermercado, con mordedores, platos, ropa y hasta pañales. Incluso algunos viven en mejores condiciones que muchos humanos.

Lo único que no tienen es larga vida: si les va bien llegan, con suerte, a los 12 o 13 años para luego dejar su plato vacío, su pelos en el sillón y nuestra llegada a una casa en silencio y sin ladridos.

Con las perras pasa que las tratamos de perritas, como suavizando el lenguaje para no cargarlas de eso, con lo que también se nos carga a las mujeres; por sueltas, por preñarse rápido, por andar con las crías colgado, por mandarse a cambiar un rato y ser tildadas de malas madres. Una humana perra es una puta, un humano perro es un campeón. Lo mismo pasa con las yeguas, con las zorras o con las vacas y las gallinas, todas esas maneras despectivas, violentas y grotescas si se las decimos a un humano. En cambio los potros, los zorros, los toros y los gallos son elogios para quienes los reciben.

Mi perra se preñó en el primer celo. La encerramos porque la queríamos esterilizar cuando pasaran sus días, pero el fiero amor de un viril adolescente sorteó todos los obstáculos. No nos dimos cuenta hasta que unas semanas más tarde, cuando la vi gorda y con los pezones enormes. 'Está preñá', pensé. Cuando la encontré con contracciones sentí una extraña complicidad, la entendí y pensé en que la sororidad traspasa las especies. Le dejé su pocillo con agua, me fijé que estuviera calentita, que se sintiera cómoda para parir. Respeté su espacio y la cuidé de lejos para no interrumpir.

Al poco tiempo el viril padre murió envenenado. Lo lloramos, nos dio rabia y lo enterramos en el jardín, donde están los demás difuntos que la vida campesina nos ha dado. Hace pocos días, la madre también murió y a mí se me partió el corazón.

Hoy me alegro tanto de tener a esos cachorros, frutos del misterio inmenso que es el amor, que perpetúa la vida. Esa vida misteriosa, impredecible. Esa vida que muchas veces también es perra.