A Daniela (cuyo nombre ha sido cambiado para resguardar su identidad) todavía le cuesta asimilar que lo que vivió no fue culpa de ella. Lo puede verbalizar; lo puede decir en voz alta con cierta firmeza cuando comparte su historia; y se lo han dicho múltiples veces tanto su terapeuta como su mamá y mejor amiga. Pero aun así, parte de ella no logra interiorizarlo del todo y con plena seguridad.

Aun cuestiona el hecho de no haber salido de ahí antes. Todavía siente culpa por no haber sabido trazar límites y ponerle fin a una situación que le hizo daño durante un tiempo prologado. Pero de a poco, y acompañada de su terapeuta, ha podido reafirmar que el proceso es complejo, que toma tiempo, y que llegar a la raíz y romper ciertos patrones no es tarea fácil para nadie. Hoy sabe que aunque a ella le cueste verlo de esa manera, es lo que le quiere transmitir a otras mujeres que también han sido víctimas de violencia en sus relaciones de pareja. “No es nuestra culpa”, repite.

Y si ella lo vivió –reflexiona hoy– es porque hay heridas personales no revisadas y dependencias emocionales gestadas en etapas tempranas de su vida. También porque, como sigue reflexionando, vivimos en un mundo que no fue hecho para mujeres y en el que se ha naturalizado la violencia como herramienta para mantener relaciones jerárquicas y poco equitativas.

A eso se le suma que hay dos cosas que ha podido esclarecer en estos meses: “Primero, que si alguien te maltrata por cómo te vistes, por cómo actúas o con quién decides pasar el fin de semana, el problema es de esa persona y no tuyo. Y segundo, que no nos podemos hacer cargo de los traumas, heridas, manipulaciones y narcisismos del resto, pero sí nos podemos hacer cargo de nosotras mismas”, dice. “Relacionarse con un otro debería tratarse de compañerismo, no de sentirse mal ni ponerse en duda constantemente. Pero cuesta verlo si esa otra persona te dice que nadie te va a querer como él te quiere. Hoy sé que eso es parte de una estrategia de manipulación de agresores y narcisistas, pero en su momento terminé creyendo todo lo que me decía y salir de ahí se volvió muy difícil”.

Ella pudo ponerle fin a la relación en noviembre del año pasado, después de tres años. Pero sabe que no todas pueden, que no sobran las herramientas pero sí los tabúes, y que muchas personas agredidas y violentadas son incluso más chicas que ella, que hoy tiene 23. Por eso, a pocas semanas del Día Nacional Contra la Violencia en el Pololeo, quiere compartir su historia.

La primera vez que identificó una conducta de su ex pareja que la hizo sentir extraña, avergonzada y con cierta sensación de culpa, fue cuando llevaban dos meses saliendo. Ella se había puesto unos short y él le comentó que mostraban mucha piel, a lo que casi automáticamente –incluso reconociendo que algo de eso no estaba bien– le encontró la razón.

“Fue raro y a primeras me sentí mal, pero pensé que quizás nadie me lo había querido decir antes porque les daba lata. También pensé que como yo era más gordita, los short se me subían más, entonces era probable que él tuviese la razón”, cuenta.

Acto seguido, como si se tratara de un gesto inerte, los short dejaron de ser una opción al momento de elegir su ropa por las mañanas. Luego vinieron las poleras en V, los escotes y los vestidos. Todas prendas que había usado siempre y que de un momento a otro pasaron a representar un profundo malestar. “Después el tema empezó a ser el maquillaje; me decía que yo me maquillaba solo para el resto y no para él, cuando en realidad hace rato había dejado de arreglarme porque eso solo era un agravante más. A esas alturas actuaba con cautela y estaba pendiente de qué cosas le molestaban y qué lo podía gatillar. Básicamente tenía que moldearme constantemente a lo que él quería”.

No pasó mucho tiempo antes de que el problema pasara a ser la personalidad de Daniela y su manera de relacionarse con el resto. Luego su familia, quienes, según le comentaba él, no la querían realmente.

Después empezaron los descalificativos. Puta. Maraca. No sabes poner límites. “En mi práctica de la universidad tenía puros compañeros hombres. Ese fue el pretexto ideal para que me denigrara y me dijera que no sabía relacionarme con mis amistades. Muchas veces le lloré a mi mamá y le dije que quizás de verdad yo era el problema. Él me lo había dicho tanto que ya me lo creía”.

Finalmente, Daniela dejó de ir a comer con sus abuelos los sábados y dejó de ver a sus amigas los fines de semana. “Ya no me sentía cómoda pero no sabía cómo hacer algo al respecto. Y las cosas solo se ponían peor; mi mamá no le tenía buena y él tampoco a ella, lo que me traía más problemas a mí. En un momento me sometí a una cirugía, y durante el post operatorio él solo me dijo que me gustaba andar mostrándome desnuda”, recuerda.

Daniela no sabe con exactitud cuándo fue ni cómo se dio, pero entre medio de todas las agresiones, eventualmente dejó de sonreír, de vestirse como quería, dejó de pasarlo bien y solamente se aisló. La situación –como suele pasar con la violencia psicológica y física– solo escaló hasta que empezaron las agresiones físicas cruzadas. Ella lo había encontrado revisando su computador y él le puso caras burlescas y le cuestionó sus fotos guardadas. Una segunda vez, mientras él le chispeaba los dedos y le decía que se fuera de su casa, la empujó fuertemente hacia la cama. Esa fue la última vez que pelearon.

Porque después de eso, Daniela le dijo a su mamá que necesitaba apoyo, que necesitaba recuperar su vida y reencontrarse con su antiguo ser. Había visto a sus amigas vestirse como querían y estar tranquilas. “A su vez, cada vez que preguntaba discretamente, para ver qué opinaba el resto, siempre me decían que lo que nos pasaba no era normal y que nada de esto era mi culpa. Quizás el problema no era yo”, relata. Fue esa idea, que se fue asomando de a poco, la que la incentivó a buscar ayuda.

Como la historia de Daniela, hay muchas. Cada una con sus particularidades y matices. Y es que un estudio realizado por el INJUV en el 2021, reveló que el 64% de las y los jóvenes chilenos conocen a alguien que ha sido víctima de violencia (psicológica y/o física) en su pololeo.

Es por eso que en 2017, luego de que Antonia Garros decidiera terminar con su vida tras vivir dos años de violencia física y psicológica por parte de su pareja, su madre y directora de la Fundación Antonia, María Consuelo Hermosilla, comenzó una lucha incansable para que se promulgara el proyecto de ley #Ley7F, que finalmente se aprobó en 2022 y que busca generar instancias de visibilización, educación y prevención de la violencia en relaciones de pareja. Desde entonces, cada 7 de febrero se conmemora el Día Nacional Contra la Violencia en el Pololeo y eso, como explican los especialistas, es un gran avance. A su vez, desde entonces la Red Chilena Contra la Violencia hacia la Mujer incluyera los suicidios femicidas o las inducciones al suicidio en su registro anual de femicidios.

Aun así, la discusión no puede relegarse a una única jornada conmemorativa. A la fecha no existe una ley propiamente tal que sancione la violencia en las relaciones de pareja como fenómeno específico, sino que se puede denunciar dependiendo del tipo de agresión (amenaza, lesiones, entre otras). Así lo explica la abogada especializada en derecho de familia y violencia hacia la mujer, María Belén Ferreira Brisso, quien detalla que ‘la ley de violencia intrafamiliar es taxativa en cuanto a quiénes son los sujetos activos que pueden denunciar o demandar, como por ejemplo cónyuges, ex cónyuges, convivientes, ex convivientes y quienes tengan hijos en común, además de otros casos enmarcados en las relaciones estrictamente familiares”. Eso, como concuerdan los especialistas, no es suficiente. “Teniendo en cuenta que el pololeo comienza muchas veces a edades tempranas y que es la antesala a la violencia intrafamiliar a futuro, es fundamental buscar formas de educar a los jóvenes para que no se naturalice, porque además la violencia siempre va en aumento. La falta de educación y de enfoque preventivo; la cultura machista; y las creencias sobre el amor romántico son todos ejes que hay que abordar”, termina Ferreira Brisso.

Así también lo explica Paula Hormazábal (@psicologiademujer), psicóloga especialista en psicoterapia femenina y temáticas de género, quien hoy acompaña a Daniela en su proceso terapéutico. Por eso es enfática al decir que hay dos factores principales que pueden incidir en que una persona sea más propensa a naturalizar dinámicas de violencia. Primero, que haya visto o presenciado patrones vinculares distorsionados o de doble vínculo en su casa durante la infancia. “De doble vínculo significa que te dicen que te aman pero no te abrazan, por ejemplo. Es muy importante que el cariño se manifieste en base a una expresión de sentimiento genuina y a través de la corporalidad. Si yo le digo a alguien que estoy feliz con una cara de dos metros, no me van a creer. Pero una persona que está acostumbrada al doble vínculo probablemente crea que esa es mi manera de mostrar felicidad. Si eso es lo que se ve en casa, en las primeras vinculaciones, es probable que se naturalice”, explica.

El segundo factor, como sigue la especialista, puede que se desarrolle durante la segunda vinculación, cuando ya existe un círculo social. “Si una persona sufre de bullying y tiene un protector o protectora, puede que a futuro normalice una dinámica jerárquica y abusiva; puede que busque en sus relaciones a ese protector aunque esa persona también le haga daño y la vulnere, solo porque la protege del resto”.

En ambas dinámicas –desarrolla– hay violencia y distorsiones respecto a la dominancia y sumisión. Por eso es clave abordar esta problemática desde la raíz; “Esas primeras vinculaciones que reproducen los adolescentes son las que hay que revisar. Y para eso se necesita que los padres y madres hagan una mirada hacia adentro, pero muchas veces eso cuesta y tampoco tienen las herramientas para saber hacerlo”.

Hormazábal trabaja la dependencia emocional porque lo que ha visto a lo largo de su carrera es que el modelo que fomenta la violencia como mecanismo de supervivencia en dinámicas relacionales está mucho más arraigado de lo que creemos. “La validación de las dinámicas tóxicas en una familia son las que muchas veces llevan a que sigamos reproduciendo el mismo modelo. Y a su vez, tener una relación violenta con una pareja se traduce en tener ese tipo de relaciones con el trabajo y con las amistades, porque es lo que se nos impuso y lo que hemos naturalizado. Muchas veces pensamos que se trata de salvar al otro, porque en nuestra casa quizás vimos que a nuestra madre la trataban mal, o estaba en una relación de idas y venidas, y aun así hacía todo por salvar su matrimonio”, explica.

Por eso, es fundamental trabajar con un enfoque preventivo y social. “La reparación existe, pero lo importante es que eduquemos a nuestros niños, que nos preocupemos de no normalizar conductas violentas, y que esto sea responsabilidad de todos, desde las familias, las escuelas, las instituciones y la sociedad entera. Que se hable una y otra vez del tema”. Porque primero y sobre todo –independiente del trabajo personal que pueda hacer cada una de las víctimas en pos de una reparación–, el trabajo está en educar a los niños.

Algunos de los preceptos que ha recopilado estos años en su consulta tienen que ver con que el amor todo lo perdona, que el amor es suficiente y que siempre se encuentra a una media naranja. “Todas ideas que se gestan y refuerzan mediante un imaginario distorsionado, limitado y violento que existe en torno al amor romántico, que solapa por completo las conductas violentas y limita la libertad emocional dentro de una pareja. Que alguien diga que está buscando a su media naranja significa que es capaz de aguantar de todo solo porque esa persona es su complemento y viene a enseñarle algo. Y quiero ser clara en esto; las personas que nos vulneran, que nos agreden, que nos maltratan y desarman nuestra autoestima, no son maestros y no vienen a enseñarnos nada. Esto solo da cuenta de que la violencia se ha instalado como un modo de supervivencia dentro de las relaciones y que en un círculo tóxico de reproducción de relaciones co-dependientes, siempre va a existir una víctima y un victimario, y esos roles se pueden incluso dar vuelta”.

La especialista habla de violencia en las edades tempranas porque es ahí donde se deberían trabajar los traumas relacionados a los patrones conductuales que se están gestando. “Si no elaboramos el trauma de los apegos infantiles, es probable que tengamos adultas dependientes emocionales con relaciones de abuso. Por eso el abordaje, en el caso de la víctima, tiene que ser desde la dependencia emocional para desinstalar esos patrones. Y junto a eso, eliminar cualquier frase armada correspondiente a una positividad tóxica, porque esos mensajes solo ponen presión y carecen de sustrato y ayuda. Cuando miro a una mujer y la veo destruida, lo primero que hago es validarla”.

Es ese, según explica la especialista, el primer paso hacia un proceso de reparación. Porque con esa validación se le devuelve un poco de poder personal y se empieza a reconstruir una autoestima. “Escucharla sin juicio, sin preguntar por qué ni para qué, solo para comprender su historia, porque ella es la experta. Luego elaboramos trauma y vemos los patrones y estereotipos; lo que se puede cambiar y no lo que nos dicen que hay que cambiar; y finalmente reeducamos conductas y comportamientos”.

¿Existe la reparación efectivamente? Hormazábal dice que sí. Y que en gran parte se da cuando uno se hace cargo en un proceso de psicoterapia. Desde el entorno cercano, en cambio, hay que apoyar y acompañar a denunciar. “Lo primero es que entre las mujeres nos tenemos que validar. Si somos amigas de una persona que ha sufrido violencia, podemos contener sin interpretación ni juicio. O instar a pedir ayuda profesional. No sirve de nada decir que no nos gusta o nunca nos gustó su agresor porque eso solo va a generar mayor distancia”.