Orlando era 11 años mayor que yo, pero nunca pensé que moriría antes. Era de las personas más sanas que he conocido, pero un cáncer al pulmón se lo llevó a los 86 años. Se lo descubrieron en etapa cuatro, cuando ya solo le quedaban tres meses de vida.

Lo vi por primera vez cuando tenía 14 años porque trabajaba en un negocio del barrio. Pero solo me fijé en él cuando cumplí 18. Ahí nos conocimos y al poco tiempo empezamos a pololear. En el verano de 1965, cuando yo tenía 24, nos casamos. Tuvimos tres hijas y él se encargó de darles todo lo que necesitaban. Eventualmente ellas se casaron e hicieron sus vidas, y nosotros dos volvimos a estar solos en casa.

Celebramos nuestro aniversario número 50 el 16 de enero de 2015 y ese mismo año, el 16 de diciembre, murió. En todos nuestros años juntos, nunca le había dado tanta importancia a la muerte. Sabía que pasaría, pero pese a nuestra edad, lo seguía viendo como algo muy lejano. Era yo la que me enfermaba y la que se tuvo que operar de la vesícula. Él, por su parte, tenía una vitalidad que daba para pensar que le quedaban muchos años por delante. Hasta las últimas, de hecho, se mantuvo en pie; iba a trabajar, compraba ropa –porque le encantaba andar de punta en blanco– y me sacaba a pasear en auto. Como todas las parejas, nos peleábamos. Pero éramos sumamente felices. Hasta que se enfermó.

Ya han pasado tres años desde su muerte y mentiría si dijera que no lo extraño todos los días. Lo recuerdo particularmente en épocas como ésta, en la que hubiésemos tomado la decisión de irnos a Isla Negra. Iríamos a la playa y pelearíamos porque él no se pondría bloqueador. Y después me daría el gusto en todo. Su ausencia me entristece profundamente y aunque haya pasado tiempo, no dejo de pensar en todo lo que haríamos si es que todavía estuviese aquí. No dejo de preguntarme por qué se tuvo que ir.

Cuando entro a nuestra pieza, aún siento su olor. Me gustaba tanto. Partió usando el perfume Agua Brava y terminó con uno que le regaló nuestro nieto. Su ropa también sigue teniendo su aroma, y por eso me costó tanto desprenderme de ella. Recién en enero de este año decidí donarla. Lo fui haciendo de a poquito, hasta la última prenda. Y mientras lo hice, sentí que me estaba deshaciendo de sus recuerdos, pero prontamente entendí que ya luego me iré de este mundo y que no puedo seguir acumulando cosas que le pueden servir a otras personas. Ya no tengo para qué guardarlas.

Aún conservo sus CD's de André Rieu que tanto le gustaba escuchar mientras veía televisión en mute. También tengo las fotos que sacaba y los álbumes que con tanto amor y cariño fue armando durante nuestros años juntos. Esas cosas, que no son de utilidad para otros, no pienso regalarlas. A veces, cuando me siento sola, saco las fotos de él y me quedo un rato mirándolas. Ahí confirmo que sigue estando conmigo, a mi lado.

En este tiempo, mis amigas me han preguntado si me da miedo estar sola de noche, a lo que les respondo que no, porque en el fondo sé que parte de él siempre está conmigo. Vivimos 50 años juntos y su espíritu me acompaña. Pero extraño el contacto físico; despertar con él al lado, mirarnos, conversar en la cama y reírnos juntos. Los almuerzos también son difíciles porque eran una instancia compartida y muy importante para los dos. Ahora, cuando me visitan mis hijas, se percatan de lo vacío que está el refrigerador. Saben que si estuviera su papá eso no pasaría, porque le gustaba mucho la buena mesa y siempre iba a comprar verduras y frutas a la feria.

Cuando él se fue, todos me decían "así es la vida". Sé que lo expresaban con las mejores intenciones y también para dar cuenta de que esto es parte de un proceso natural, pero igual no podía evitar preguntarme: ¿por qué tiene que ser así? Mi consuelo siempre fue saber que él no sufrió. Ahora voy a visitarlo al cementerio todos los sábados y lo sigo amando a diario. Tanto como la primera vez que nos dimos un beso.

Para distraerme he decidido ser voluntaria de la liga de epilepsia y participo en clases de folklor. Y si bien cada vez que vuelvo a la casa tengo ganas de contarle todo lo que hice, estoy tranquila sabiendo que sigo haciendo mis actividades. No he sido capaz, en estos tres años, de siquiera pensar en conocer a otra persona. Sigo enamorada profundamente y cuando él murió parte de mí se esfumó con él. Mi amor por él sigue intacto y morirá conmigo.

Gabriela tiene 79 años y es paramédico.