Cuando hablo de nuestra historia, se me hace difícil no pensar que la vida es realmente frágil y dura un instante. Y que nadie, incluso la persona más sana, la tiene asegurada.
Conocí a mi marido Til en el año 2012, en el carrete de un amigo que teníamos en común. Él venía llegando de Alemania por trabajo –su empresa lo había trasladado hace seis meses– y se iba a quedar dos años más. Yo, por mi lado, tenía 28, estaba trabajando y había tenido alguna que otra relación pero nada importante. Esa noche, no dejamos de mirarnos, pero ninguno de los dos se atrevió. Yo le pregunté a mi amigo: "¿Quién es él?", a lo que me respondió con un simple: "¿Te lo presento?". Le dije que no. Luego supe que Til había hecho lo mismo, y que tampoco se había atrevido a conocerme. Pasó un rato y mi amigo me pidió que fuera a comprar hielo. Yo andaba en auto y no había tomado. Cuando le dije que no tenía problemas en ir, dijo: "No vayas sola. Til, acompáñala".
Así, con un poco de vergüenza, nos vimos obligados a salir juntos y lo primero que me dijo, cuando ya estábamos en el auto, fue: "Me llamo Til, como el pueblo Til Til pero con un Til". Me reí a carcajadas y sentí que con ese chiste dulce logró romper el hielo y despojarme de todos los prejuicios que tenía con respecto a los alemanes. Siempre había pensado que eran parcos, fríos y fomes, pero con esa entrada, me sentí cómoda desde el minuto uno.
Al día siguiente me llegó un mensaje por Facebook en el que me preguntaba si quería ir a ver un partido de fútbol con él. Ese día jugaba el Colo-Colo en el Estadio Monumental y él era fanático de ese deporte. Yo no, pero lo acompañé igual. Durante ese partido no hablamos, pero desde ese día no dejamos de vernos. Dos meses después me pidió pololeo.
Finalmente, cuando se acercó la fecha en la que se terminaba su contrato surgió la pregunta: ¿Qué hacemos ahora? Yo estaba dispuesta a irme de Chile, pero también quería afirmar un poco más la relación y estar segura antes de dar un paso grande. Por suerte, él extendió su contrato por dos años más. Yo quería vivir mi primera experiencia maternal cerca de mi familia y por eso tuvimos a nuestra primera hija en Chile. Cuando ella cumplió siete meses, en junio del 2015, los tres partimos a Erfurt, al centro de Alemania.
Esos primeros meses fueron maravillosos. Acordamos que, mientras yo aprendiera a hablar alemán, Til sería el que trabajaría. Así empezamos a armar nuestro proyecto de vida. Yo estaba conociendo una cultura nueva, sistemas inclusivos y con consciencia social y estaba totalmente fascinada. En el segundo año nació nuestra segunda hija. Y en el tercero, de un minuto a otro, nuestra vida, que de a poco se había ido conformando, tomó un vuelco abrupto y radical. En la Navidad del 2018, mientras estábamos de visita en Chile, Til empezó a sentir dolores en el estómago. Como era una persona extremadamente sana y deportista –en nuestra casa se comía solo comida 100% orgánica y él era de los que se preocupaba de elegir productos lo más frescos y naturales posibles, sin procesados ni químicos–, dejó pasar el malestar. Además era muy dedicado al trabajo, entonces no iba a faltar porque sí. Siguió con los dolores hasta que se hicieron insoportables. De vuelta en Alemania, no pudo postergar más la visita al doctor.
En esa primera instancia le encontraron un tumor de siete centímetros en el estómago. Le dijeron que le tendrían que sacar el estómago entero y diez días después de la operación, antes de darle de alta, le hicieron una última eco tomografía para confirmar que todo estuviese en orden. Pero los resultados dieron cuenta de todo lo contrario; las células cancerígenas se habían expandido hacia el hígado y tenía nueve tumores en esa zona. Le dijeron que tenía que empezar un proceso de quimioterapia de inmediato. Yo no lo podía creer. Durante toda su vida había rehuido al cáncer. Pero el cáncer lo encontró igual. En mi cabeza, eso era lo más injusto que nos había tocado vivir. ¿Por qué a él? ¿Por qué tan joven? Nunca, en ningún momento de nuestra relación, imaginé que le podría pasar algo así.
Til era la persona que más segura me había hecho sentir en mi vida. Nos amábamos profundamente, erámos jóvenes y teníamos todos nuestros proyectos de vida por delante y 10 meses después de que le diagnosticaron el cáncer, murió. Fui testigo, en esos últimos meses de su vida, de cómo se le iban yendo las ganas de vivir. Estaba totalmente desgastado por la quimioterapia. Estuve con él durante todo el proceso, pero siento que nunca supe realmente cómo pasó esto. Aun no concibo que una persona de sus condiciones se haya enfermado y en tan poco tiempo se haya ido de esta tierra. Ahora no dejo de pensar en lo frágil que es la vida. Yo soy joven, él también lo era. Estábamos ilusionados. Y de un día para el otro todo eso se esfumó y me vi obligada a enfrentar un enorme vacío. Todo lo que tenía asegurado se fue y siento que no he podido vivir el luto, porque entre los trámites legales, las deudas (en Alemania no hay seguro de gravamen y probablemente Til nunca vio la necesidad de tener un seguro para la casa) y mis hijas, no me he detenido a pensar.
Tengo una pena profunda y siento una necesidad por volver a mis raíces. Cuando años atrás llegué a Alemania y vi la increíble calidad de vida que hay acá, juré que nunca más volvería a Chile. Pero en este tiempo, en el que mi mamá ha estado acompañándome, lo único que me hace sentido es estar refugiada y rodeada de las personas que quiero. Y por eso ahora quiero volver. Lo cierto es que me da pánico pensar en el futuro. A veces siento que voy a llegar a la casa y él va estar. O miro mi celular y siento que me va mandar un mensaje. Desde que murió, me acuesto todas las noches esperando soñar con él. Necesito creer que, de alguna forma o en otra dimensión, sigue estando con nosotros. Necesito sentirlo cerca y saber que todavía está. Tengo 35 y puedo decir que, del día a la mañana, quedé sola y se me derrumbó el mundo. Y lo que viene ahora es sobrevivir.
Consuelo tiene 35 años, es relacionadora pública y madre de dos.