A finales de octubre del 2021 me fui a estudiar un magíster a Madrid. Fue una de las decisiones más difíciles de mi vida, no porque fuese la primera vez que dejaba la casa de mis papás y que me iba a independizar, ni tampoco porque fuese la primera vez que me iba a un lugar tan lejano sin mi familia, eso ya lo tenía asumido, y más bien me entusiasmaba. Lo difícil fue seguir con esta decisión después de que le diagnosticaron a mi abuela materna un cáncer de colon avanzado. Ella era mi segunda madre, para ella yo era su vida, y no recuerdo un momento de mi vida sin ella. Estuve a punto de renunciar a mis sueños y dejarlo todo para seguir a su lado, tal y como estuve los últimos diez años que se vino a vivir a mi casa. Me sentí egoísta solo por pensar en la posibilidad de dejarla, pero con el aliento de mi familia y amigas, decidí que tenía que pensar en mí, al fin y al cabo era una oportunidad única. Así que me fui de Chile.
Llegué un 29 de octubre a España con la esperanza de que en unos meses más volvería y estaría nuevamente con mi abuela y el resto de mi familia. Unos días antes de irme me saqué una foto Polaroid con ella y le pregunté si se acordaba que me iba. Me respondió que sí, pero me pidió que no me despidiera de ella. Me quedé pensando en esa frase por varios días, y aún me pregunto si fue la decisión correcta cumplir su deseo o no.
Noviembre y diciembre pasaron en un abrir y cerrar de ojos. Pasé la navidad más helada de mi vida, le di la bienvenida al nuevo año 2022 en un país lejano, pero feliz. Hasta ese momento la vida era color de rosa. Madrid era un sueño para alguien que jamás había salido más allá de los países vecinos, y el pensamiento de que mi abuela podría empeorar jamás se me pasó por la cabeza. Ahora me pregunto si fue ingenuidad o negación.
El primer fin de semana del nuevo año noté que las cosas estaban raras en la videollamada semanal que tenía con mi familia, y un par de días después, la realidad cayó como un meteorito: mi abuela estaba en las últimas etapas del cáncer. Aunque sabía que estaba con morfina, que ya estaba ida y prácticamente postrada, aún guardaba la esperanza de que mejoraría y la vería a mi vuelta. El 16 de enero pude verla a través de una videollamada, pero no era ella. Tenía su mismo color de pelo dorado, estaba sentada en el mismo sitial de siempre, en su pieza, viendo sus programas de siempre, pero no era ella, ya era una cáscara de ella misma.
El 17 de enero mi mamá me dijo entre lágrimas que esa podría ser su última noche. Considerando las cuatro horas de diferencia que tenía con Chile, dejé mi teléfono en alerta y me dormí entre lágrimas. En algún momento de la madrugada de Madrid me llegaron mensajes y llamadas, pero yo no sentí nada. El 18 en la mañana me desperté y vi inmediatamente mi celular. Era obvio. No tenía que leer los mensajes para saber qué había pasado: mi abuela se había ido. En ese momento entré en modo acción. Empecé a cotizar pasajes para venir a despedirme de ella; quería llegar a poner la canción de Raphael que siempre quiso en su funeral. Pero las cosas nunca son así de fáciles, menos en tiempos de pandemia. Para entrar a Chile necesitaba un PCR negativo, que se demoraba al menos un día en estar listo, y ni hablar de lo caro que era hacerse un PCR en España y los pasajes a Chile. Aún así, estaba dispuesta a gastarlo, hubiese dado mi vida por haber estado en su funeral. Pero no alcancé.
Ese día miré la foto Polaroid que tenía en mi velador y maldecí a la pandemia, a Chile, a España, a mí por haberme ido, por no sentir el teléfono, por no despedirme, por no haber estado en sus últimos momentos.
Luego de llorar, enojarme y maldecir, pasé al estado de aceptación: ella lo quiso así, ella quiso que la viera bien, que la recordara bien, pensé. Así que me vestí, pasé a una pastelería a comprar una torta que sé que le hubiera gustado, me senté en la colina de un parque, escondida debajo de un árbol gigante, y aunque ni siquiera me entraba un trago de agua, me comí el pastel y recordé todos los momentos que tuve con mi abuela. Durante un par de horas no paré de llorar. No me importó que la gente me viera así. Me prometí nunca olvidarme de sus manos arrugaditas, del olor de su pelo y de su risa.
Ya ha pasado casi un año de eso. Hay días en que veo la foto Polaroid y siento un dolor inmenso en el pecho, de esos que ni siquiera te dejan sacar las lágrimas; pero hay otros en los que me río recordando todas las tonterías que hicimos juntas.
Durante este año no hubo un día en que no pensara en ella. Lo hice cuando me subí a un avión para viajar sola por primera vez en mi vida, cuando vi flores en los lugares más hermosos del mundo, cuando pasé mi primer cumpleaños sin mi familia, cuando me gradué como la mejor de mi master, cuando estuve con la familia que me hice fuera de casa. En cada momento algo me recordó a mi abuela.
Hace unos meses volví a vivir a Chile. Y a pesar de que me falta una persona en mi vida, siento que todo sigue igual: las calles son las mismas, la gente es la misma, mi casa es la misma. Sin embargo, yo cambié. Este 2022 me permitió conocerme mejor, entenderme en mis momentos más difíciles. Me permitió darme espacios para estar triste, llorar, pasarlo bien y también para no hacer absolutamente nada. Me ayudó a saber que puedo estar sola, y que me gusta mi soledad, pero también me demostró lo hermoso que es tener una familia y amigos que se preocupen por ti. Y aunque todo esto parece mucho, y un año parece mucho tiempo, siento que todo esto fue solo un momento.