Hay una película, protagonizada por Jennifer Aniston, que se llama Viviendo con mi ex. Hace tres meses mi vida se transformó en esa película.
A Tomás lo conocí en mi segundo año de universidad. Yo tenía 20 y él 23. En aquel entonces, yo vivía en "la casa del placer"; una casa en Duble Almeyda en la que se carreteaba siempre y se hacía mucho el amor. En la casa del placer originalmente vivíamos cinco personas, pero adoptamos a muchas más. Uno de los adoptados fue Tomás, que era compañero de universidad de uno de mis roomies.
Un día tocaron el timbre, abrí la puerta y ahí estaba él, con su sonrisa grande y su bicicleta roja. Fuimos amigos por un tiempo, hasta que una noche, mientras estábamos bailando, le dije que se podía quedar a dormir en mi pieza, porque todos, incluido su amigo, habían desaparecido. Dormimos acurrucados, pero solo eso. Sin coquetear, sin besarnos. Me gustó su olor y su piel morena. Me gustaron sus lunares, sus labios carnosos y los latidos se su corazón.
Luego de esa noche, se quedó a dormir en mi cama por mucho tiempo. Nos enamoramos y no nos soltamos más. Le pedí pololeo para un Año Nuevo y a los tres meses dejamos "la casa del placer" y empezamos a vivir juntos en un departamento.
Pasaron tres años en los que nos amamos profundamente y también peleamos muchas veces, pero había un imán, un vínculo muy potente, que nos mantuvo unidos. Yo estaba muy segura de que él era el amor de mi vida. Pero una noche, dos días después de su cumpleaños número 27, todo se fue a la mierda. Una discusión insignificante se transformó en un desastre. Sentí como si un terremoto hubiera destruido mi hogar y luego vino el mar y se llevó lo poco que quedaba. Así, de un día para el otro.
Me sentí muy sola. No le conté a nadie. Mi familia estaba lejos y mis amigas también. Y me quedé llorando en la tina, mientras él sacaba todas sus cosas del departamento. No podía creer lo que estaba pasando, no entendía nada. Quería morir o volver al útero de mi mamá.
Al día siguiente hablamos y decidimos darnos un mes de tiempo para pensar bien las cosas, reflexionar sobre lo que había pasado y lo que queríamos de ahí en adelante. Yo me fui a la casa de mis papás y él se quedó en el departamento. Ese mes pasó dramáticamente lento. Soñaba que él besaba a otras mujeres. En mis sueños lo veía mientras le suplicaba que parara, pero a él ya no le importaba. Yo lloraba y despertaba angustiada. Volvía a dormirme y volvía a soñar lo mismo, una y otra vez.
Dos días antes de Navidad, me fui a acampar con mi hermana. Nadé en el río y me sentí viva nuevamente. Me gustó estar conmigo misma. Me sentí libre, pero al mismo tiempo seguía pensando en el Tomás casi todo el tiempo.
El 26 de diciembre, día del Eclipse, se acabó nuestro mes de tiempo. Llegué a Santiago, ansiosa. Quería volver a verlo y estar con él, pero él no sintió lo mismo y no quiso volver. Lloré sin parar durante cinco días.
Con la llegada del 2020 decidí dejar de llorar. Ser fuerte y aceptar lo que estaba pasando. Empecé a salir a pasear, me fui unos días a la playa y después a la cordillera. Me preparé baños de tina, volví a nadar, a practicar yoga y a leer novelas. Me enfoqué en amarme. Porque al Tomás lo había amado tanto, tanto, que me había olvidado de amarme a mí misma.
El 10 de enero hubo otro eclipse y sentí pánico. Pensé que ese eclipse iba a separarnos definitivamente y que iba a comenzar una nueva etapa. No sabía bien qué hacer. Me sentía perdida. No sabía a dónde ir. Podía volver a la casa de mis papás en Talca, pero sentía que era retroceder. Así que, sin pensarlo mucho, le propuse seguir viviendo juntos, como amigos, para ahorrarnos las molestias de buscar y trasladar nuestras cosas. No fue algo muy premeditado, solo fluyó. En realidad ninguno quería estar muy lejos del otro. Y yo sentía que podía funcionar.
Ahora aquí estamos, viviendo juntos como amigos. Pero no ha sido tan fácil. A veces peleamos y a los cinco minutos volvemos a amigarnos. Pasamos del amor al odio y vice versa. Mantenemos la costumbre de dormir acurrucados, pero ya no nos damos besos ni tampoco hacemos el amor. Vemos películas y vamos al gimnasio juntos, como si fuésemos convivientes cercanos, pero ya no nos damos la mano. Nos decimos "te quiero", porque hay cariño, pero ya no se oyen los "te amo".
Somos muy diferentes. Siempre lo hemos sido. Pero ahora que ya no somos pololos, se polarizaron más nuestras diferencias. Él es siempre positivo y yo siempre realista. Él es impuntual y desordenado, y yo muy puntual y algo maniática. Al Tomás le gusta estar rodeado de gente y yo prefiero la soledad. Y ambos somos muy intensos y muy tercos.
A veces lo miro y lo echo de menos. Pero no encuentro a quien era mi pololo. No encuentro esos ojos que me miraban con amor y deseo. Ha sido un proceso poco convencional, pero ha sido mío. Y aquí estoy, viviendo con mi ex y empezando un nuevo romance, uno que me durará para toda la vida: un romance conmigo misma.
Camila tiene 24 y es egresada de periodismo.