“Mi mamá siempre fue de las que le gustaba que la casa estuviera impecable, que no hubiera una partícula de polvo, que el auto pareciera recién comprado y que a mí no se me moviera un pelo de los chapes tiratísimos que me hacía para ir al colegio”, cuenta la periodista Andrea Gajardo (48). Sin embargo, al crecer e irse de la casa, Andrea se dio cuenta de que ese afán de su madre por la limpieza y la perfección, tenía rasgos patológicos. “Empezó a criticar todo en mi nueva casa. Me retaba porque la aspiradora no estaba bien pasada, porque había polvo en un rincón, porque pasaba un día y no había barrido la vereda… ¡No aguantaba que un dedo estuviese estampado en un vidrio! Si le hubiese hecho caso no habría podido hacer otra cosa que aseo y arreglar la casa, ni trabajar, ni dormir. Llegó hasta el extremo de llamarme al trabajo y sacarme de una reunión porque había pasado por mi casa y había visto hojas del árbol en la entrada de mi casa”, cuenta.

Esta obsesión no solo se reflejaba en aspectos domésticos, sino también en sus enseñanzas sobre la vida. “Me exigía que cumpliera sus estándares, que para ella era los únicos válidos”, cuenta Andrea. Ese carácter de su mamá lo interpretó como una exigencia que incluso tuvo repercusiones en su relación de pareja. “Hace unos años atrás, me di cuenta de que no podía hacerme cargo de las obsesiones ella, y ahí entendí que el problema no era del todo mío. Hoy si la llamo por teléfono y empieza con las preguntas de que si el pasto está regado, si barrí debajo de la cama, si podé el árbol y limpié los vidrios, le digo a todo que sí y le cambio el tema”.

Sin error

Muchas mamás repiten en su vida los vínculos contradictorios que tuvieron en su propia crianza e instauran desde niñas en su inconsciente frases como: “debes ser la mejor”, “cumples con tu deber”, “te amo, pero debes ser todo lo que yo no pude”; mandatos implícitos que proyectan en los hijas. Así lo explica María Alejandra Martínez, psicóloga clínica del Centro de Salud Mental de Clínica Santa María, quien sostiene que mujeres así generalmente son madres autoritarias, inflexibles en normas e insatisfechas con ellas mismas. “Aunque sus hijos se esfuercen nunca será suficiente para ellas. Es decir madres narcisas, que no logran comprender que los hijos no son la prolongación de ellas, sino seres humanos independientes y diferentes”.

Lo cierto es que en la niñez hay una dependencia incuestionable con la madre, que es la figura que provee de cuidado y bienestar. Sin embargo, a medida que las hijas crecen entran en juego otras etapas y personas, frustrando esta supuesta idea de perfección que se tiene sobre ella. Al respecto, Daniela Ulloa, psicóloga Clínica Indisa, manifiesta que si una madre oculta de manera persistente su propia humanidad, errores y defectos, se transforma en una situación compleja para el niño en formación. “En esa etapa la forma de aprendizaje más significativa es a través de equivocarse en una dinámica de ensayo y error, por lo tanto, observar el error ajeno permite en alguna medida reponerse ante la frustración del error propio en un espacio protegido y parte de ese espacio es que exista la posibilidad de errar, que es un aspecto que permite incorporar de mejor manera el aprendizaje”.

Los niños aprenden por lo que ven más que por lo que les dicen, entonces una mamá así puede generar hijas igual de perfeccionistas o más adelante individuos que sean todo lo contrario, para así diferenciarse. “Esta forma de crianza puede generar una profunda inseguridad, miedo a no cumplir con sus expectativas. Recordemos que la madre, en general, es una figura significativa y crucial en la crianza, por lo que la aceptación de ella resulta esencial para el desarrollo del niño”, sostiene la psicóloga Dominique Karahanian Dersdepanian.

El límite de la exigencia

“Mi mamá me exigía en lo académico, en los deberes de la casa y en mi aspecto físico. Una vez llegué a la casa con un 5.9 y me estuvo retando media hora. Decía que yo no era ‘ese tipo de alumna’ y que no tratara de darle excusas. Estaba en la enseñanza media y siempre había tenido muy buenas notas. Lo cierto es que sentía que no me quería, que nunca iba a estar conforme conmigo. Miraba la relación de otras amigas con sus madres, esa calidez que no encontraba en la mía, y me afectaba mucho. Mi mamá siguió la estructura ideal de vida que se propuso: terminar la carrera, casarse, tener hijos, ganar un sueldo incluso mayor que el de mi padre y, aún así, no disfrutarlo. Hay muchos aspectos que admiro de ella, como su inteligencia y perseverancia, su multifuncionalad y capacidad de aprender, pero esa mirada de vaso medio vacío siempre deseé no heredarlo”, cuenta la kinesióloga Catalina Argandoña (40).

Sobre la exigencia a los hijos, la psicología actual propone que más que exigirles -olvidándonos de que son seres humanos únicos y dignos de respeto- es mejor mostrarles. Según la psicóloga Alejandra Martínez al “mostrales” sus puntos fuertes y los más débiles se los motiva a mejorar lo que ellos estiman conveniente cambiar. “Las personas fuertes y felices son aquellas que se aceptan tal y cuál son y que saben que frente a las inclemencias quizás no sabrán lo que que hay que hacer en ese minuto, pero sí podrán salir de esa situación. Es decir, desde pequeños debemos crear resiliencia”.

El mundo interno de cada niña es complejo, por lo tanto, para poder entenderlo se requiere de mayor observación y atención, y eso se logra a través del diálogo. Una habilidad que en madres perfeccionistas no es habitual pues todo el tiempo están preocupadas de sus propias frustraciones. “Exigir per se, no está mal, el error es cuando dejamos de ver a los demás y poner nuestras expectativas por sobre cómo es nuestro hija. La perfección responde a una profunda inseguridad y, por tanto, se quiere controlar todo”, dice Karahanian.

Este tipo de madres, sin ser conscientes del daño que pueden provocar, anulan la identidad de sus hijas. Por eso es importante para las especialistas que en la crianza se refuerce la identidad, dándole espacio para que se expresen y muestren sus propios gustos, deseos y sueños. Para ello, María Rosario Gallego, coach ontológico y autora del libro Esa historia la cuentas tu, aconseja: “Se debe reconocer y celebrar las diferencias de las hijas; valorar la diversidad tanto en la naturaleza como en las formas de ser; observar y ser capaces de distinguir cuando sus maneras de ser me abren posibilidades que antes no tenía disponibles y comunicárselos como un descubrimiento; abrir el abanico de posibilidades para que ellas exploren y se reconozcan; tener presente lo dañina que son las comparaciones y celebrar las actividades y formas de ser que reconozcamos como muy propias de ellas”.