Mi neurocirujano dice que empecé a gestar esto muy chica, como a los seis años, pero las manifestaciones empezaron recién entre los 17 y 18 años. Empecé con problemas en mi menstruación, que se volvió muy irregular, por lo que me llevaron a un ginecólogo, quien me indicó un tratamiento por ovario poliquístico, que no funcionó porque ese no era el problema. Fui donde la médico de la universidad en la que estudiaba Química y Farmacia, y ella me pidió exámenes endocrinos y una radiografía. Fue ahí que vio que yo tenía un tumor en la hipófisis, y me derivó a una endocrinóloga.
Me operaron dos veces; el 2008 y 2009. Mi problema radica en que el tumor está muy cerca de la carótida, entonces siempre queda una remanente, no lo pueden sacar completo, y eso es algo que tengo que controlar con fármacos. Los problemas de la hipófisis se pueden expresar con distintos problemas secundarios, y en mi caso, tengo acromegalia.
Tras el diagnóstico, la endocrinóloga quiso ver fotos de mi adolescencia. Me hizo notar los cambios físicos que estaba teniendo sin siquiera darme cuenta, porque como una se ve todos los días no nota algunas diferencias. En el caso de la acromegalia, se genera una prominencia en la parte del mentón, se amplía la frente, crecen las manos y los pies. Además, siempre había tenido obesidad, y aunque con mi familia pensábamos que se debía a la alimentación, mi neurocirujano me hizo ver que era una manifestación de mi desorden hormonal.
Aunque el diagnóstico ayudó a aclarar cosas que me habían pasado desde la infancia, fue un golpe duro. No te enfrentas solo a un diagnóstico, sino que también al juicio de las personas al ver que una tiene algo distinto. Yo me siento juzgada y puedo decir que he vivido situaciones muy incómodas con las que he tenido que aprender a vivir. La adultez te entrega seguridad, reconoces quienes son las personas que te quieren, quienes son tus amigos y a quienes te puedes aferrar cuando te sientes apartada por verte diferente.
Hace algunos años, cuando estaba en pleno proceso de aceptación, iba en un bus cuando una niña de entre cuatro y cinco años le dijo a su mamá: “mira, qué fea ella”. Y la mamá, en vez de decirle que eso no se dice y que las personas merecen respeto, le dijo: “Es que no todas las personas son bonitas”. Lo único que pude hacer fue ponerme a llorar. Pero hoy ya me da igual cuando me miran en la calle o cuando murmuran en mi dirección.
Tras el diagnóstico, no pude seguir estudiando. Hace 15 años esta enfermedad no tenía cobertura y yo era estudiante, entonces por Fonasa podía acceder a la atención médica, pero no a los medicamentos, que en algunos casos son carísimos. Mensualmente, me tengo que inyectar con uno que cuesta un millón 600 mil cada dosis, y que solo está en la canasta GES hace seis años. Entonces se mezclaron factores emocionales, económicos y familiares, porque una no se enferma sola, es la familia la que sufre también. Y dejar de estudiar provocó que durante mucho tiempo estuviera muy triste, con mucha pena.
Pero yo soy optimista. La enfermedad me enseñó a serlo. Uno cree que los problemas que tiene son gigantes, cuando en realidad no es así. Lo que siempre hice, a pesar de la pena, fue ser muy ordenada con mis tratamientos y controles, lo que me permitió llegar a un punto donde tuve el tema hormonal controlado. Por eso, en 2011 decidí volver a estudiar, pero esta vez Educación Diferencial.
Siempre me había gustado enseñar, pero esta enfermedad también generó en mí una búsqueda por hacer valer los derechos de las personas diferentes. Y es que todos lo somos, de una forma u otra, pero la sociedad se ha encargado de decirnos que tenemos que ser todos iguales, y cuando alguien tiene una característica distinta se le hace a un lado.
Me considero una persona muy afortunada. Tengo mi círculo de amigas cercanas desde hace quince años, y a raíz de mi enfermedad conocí a mi mejor amigo, que es médico. Mi familia siempre ha sido un apoyo fundamental en todo aspecto, y tengo la suerte de tener a un gran compañero, con quien estoy hace seis años, y casada hace un año y medio.
Desde una mirada profesional, en relación a la discriminación e inclusión, creo que a la gente le hace falta empatía. Falta ponerse en el lugar del otro, respetar el espacio del otro; porque así como a mi me invadieron de forma muy violenta con comentarios, a otros también les pasa. Todos merecemos respeto, nadie está por sobre otra persona. Y es ahí donde fallamos los adultos, porque los niños que discriminan lo hacen porque lo aprendieron de un adulto. Hay que enseñar en las familias el respeto por el otro, porque todos merecemos ser respetados y nadie tiene por qué escuchar comentarios desagradables.
Karina González tiene 35 años y es profesora de Educación Diferencial.