“La fotografía de mi sobrino en la pared y la colita de mi perro meneandose a mi lado, me hicieron desistir de un intento por cortarme el cuello con el cuchillo de cocina, en un acto desesperado por no ver la salida ante las heridas del pasado, de mi presente y mi ansiedad por el futuro. Era noviembre de 2020, plena pandemia, y llamé a una de mis mejores amigas para contarle mi momento de crisis. Me trató de disuadir hablando de lo bonito de la vida y de lo importante que soy para muchos.
Sin embargo, esta fue la primera señal que me hizo darme cuenta de que tenía que hacer algo por mí. Fue la misma amiga la que me buscó terapia. Así llegué a una psiquiatra. Era el verano de 2021, la tercera sesión en un mes.
– “Ciclotimia. Lo supe inmediatamente, apenas entraste por primera vez a mi consulta. Ese es tu diagnóstico”, me dijo.
Le pedí que me explicara con detalle qué era esto; no entendía nada. En su descripción, me retrató tal cual. Y entonces, en mi cabeza todo se armó, tuvo sentido. Por fin entendí por qué sentía y me comportaba de una u otra manera. La ciclotimia es un trastorno emocional que afecta la personalidad, digamos que es prima o un estado anterior a la bipolaridad. Quienes la padecemos, pasamos por estados hipomaníacos (hipertimia) en los cuales nos sentimos más elevados: me sale la verborrea, siento que me puedo comer el mundo, la autoestima aumenta excesivamente y hay un importante estado de alerta. Duermo poco, la creatividad aumenta y me dan ganas de hacer cosas nuevas.
Así no suena mal. De hecho se lo pregunté a mi psiquiatra cuando me dijo que debía medicarme, tomar algo para “regular mi ánimo”. ¿Por qué, si en esos momentos me siento bien?, pensé. Ella me dijo que es normal que los pacientes en un momento de hipertimia no quieran medicarse porque se sienten en su mejor momento; sociables, atrayentes. Pero también toman conductas de riesgo, pues es tanta la euforia, que no miden las consecuencias.
Además, luego viene el lado B, un estado de depresión (hipotimia) en donde pueden haber desde muchas ganas de dormir, momentos en que se ve todo oscuro, pesimismo, donde hay llanto, dolor, aislamiento, hasta, incluso, conductas suicidas, como me pasó a mí. Ahí entendí por qué la doctora hablaba de regular el ánimo.
Hasta entonces, en esos momentos de bajón solía encerrarme. Me calmaba un chocolate, un libro y música, o tener alguna flor y oler cosas que me trajeran recuerdos lindos. Si no lo hacía, mis manos sudaban, mi cuerpo temblaba y lloraba sin parar. Pensaba que me iba a morir.
Y aunque tener un diagnóstico me dio algo de tranquilidad, también me angustió el saber que estos estados anímicos pueden llegar a durar años. Es decir, lo normal es que en un año uno pase por buenos y malos momentos, muchas veces asociado a las cuatro estaciones, pero también puede ocurrir que una persona pase por un periodo de dos años con más exceso de hipertimia, y otros con más exceso de hipotimia.
Pero lo que más me golpeó fue cuando supe que esto podía ser hereditario. Me di cuenta de que en mi familia había muchas personas creativas, buenas para el dibujo, el arte, la actuación, gente con mucha verborrea, carisma y atracción. Crecí viendo a esta familia que era pura risa; miraba a mis tíos y a mi papá, gritones, con exceso de autoestima y confianza, graciosos, excesivamente inteligentes frente a mis ojos, casi mágicos.
La psiquiatra me preguntó si en mi familia había otros intentos de suicidio. Esa pregunta me hizo recordar momentos de la niñez que quizás tenía olvidados; mis tíos en sus momentos de bajón, de depresión.
Tuve miedo por mi sobrino. Todos dicen que es igual a mí. Me sentí culpable por tener lo que tengo, por la mínima posibilidad de también heredarlo. Le comenté a mi hermano y me dio las gracias, por ser valiente, porque nadie más que yo en toda la historia de nuestra familia había ido a terapia a buscar respuestas. Me dijo que esto quizás algún día podría salvar a su hijo. Esas palabras fueron un bálsamo en ese momento.
Han pasado varios meses desde mi diagnóstico. Y aunque comencé un tratamiento, también me hice consciente de que vivir conmigo no es fácil. La salud mental en este país es cara y aún es mal vista. Me cuesta contar lo que tengo, pienso que nadie me entenderá ni me querrá.
Después de escuchar hablar de mí por años como la loca, la pendeja o la señora, la fome, la exagerada, la buena pal leseo, la bipolar, la que le pone color, entre tantos otros adjetivos, hoy he tenido que desprenderme de eso.
Todavía me cuesta. A veces actúo, prefiero transformarme en otra para evadir mi personalidad. Todavía me pasa que tengo altos y bajos; días en los que puedo hablar, como si nada, delante de más de 500 personas, y otros en los que me muero de vergüenza al estar delante de tan solo tres. Sigo a ratos siendo hiperactiva, extrovertida, otros en que me encuentro horrible, que me siento como el patito feo. Otros me creo Dua Lipa. A veces también brota la ira.
Diría que lo más maravilloso desde que me estoy tratando es aprender a entenderme, a quererme, a disfrutar el día a día. Salir con mi perrito a caminar, sentir el aire, las flores, el abrazo de una amiga y agradecer que existan. Me comparo con una mariposa que en primavera renace, sale de su capullo y se pone hermosa, pero en cualquier otra época del año, no lo es.
Al final se trata de aceptar que soy diferente y que es hermoso serlo”.
Alejandra tiene 35 años.