“Cuando terminamos, lo hicimos porque ya no estábamos funcionando como pareja. Nos abandonamos. El año pasado caí en una depresión severa y a propósito de eso le pedí que se hiciera cargo del vínculo. Aceptó, empezó a hacer planes, a organizar salidas a la playa y se mostraba muy comprensivo y responsable, hasta que un par de semanas después de ese acuerdo, se le acabó todo el ímpetu. Vinieron tres meses en que la relación se fue en un declive terrible. Ocurrieron situaciones entre nosotros que me hicieron ver que no podíamos seguir, como cuando le pedí que me ayudara a organizar las comidas de la semana para mí y mi hija y me respondió con un: “quizás deberías organizarte para dejar cocinado los fines de semana”.
Durante nuestros últimos meses de relación yo no era capaz ni de levantarme de mi cama. Pasé semanas sin ducharme porque no me podía la vida. Lo único que me movía era mi hija, pero igualmente fue durísimo y él, mi pareja, ya no estaba ahí. Nos tomamos un tiempo y unas semanas más tarde terminamos. Al comienzo de este desamor sentí mucho dolor y confusión respecto a quién era realmente esta persona con la que estuve seis años de relación, pero que ahora me evitaba, como cuando le escribí para que se despidiera de mi hija –a petición suya– o para conversar sobre el tiempo que nos habíamos tomado. Esta persona que no era responsable con sus emociones y a la vez, seguía haciéndose presente en mi vida viendo mis historias de Instagram al segundo de publicadas.
Mi duelo en ese tiempo era muy evasivo. Quería salir con amigas, conocer gente y carretear. Hasta que una de mis amigas, que lo tenía a él en sus redes sociales, me muestra una foto de mi ex con su nueva pareja, una semana después de yo haber intentado conversar con él, sin éxito, porque en sus palabras estaba ‘muy débil’. Ahí sentí realmente lo que es que se te parta el corazón. Y fue así como empezó mi duelo real, a reconocerlo y a enfrentarlo de cara para no volver a caer, como me había pasado unos meses antes, cuando estaba deprimida.
Así estuve dos semanas en que me fui al hoyo y dije ‘esto va a ser lo que tenga que ser. Si tengo que llorar un año, voy a llorar un año, si tengo que ir a terapia, lo haré y voy a hacer exactamente lo que mi cuerpo me pida que, en ese momento, era no comer. No tenía nada de hambre, algo que más tarde mi neurólogo me explicó que era una disociación emocional. Como mi cuerpo estaba usando tanta energía para procesar esto que me estaba pasando, no podía funcionar en otros ámbitos. En ese procesar y elaborar todo lo que fue nuestra relación, los recuerdos venían y se hacían incontrolables. Era agotador. Había días muy buenos, pero la mayoría eran muy malos. Y es que empecé a cuestionármelo todo. ¿Estos seis años de relación fueron reales? ¿Me abandonó en medio de mi depresión o yo fui la que lo abandoné?
Luego de estar esas dos semanas muy mal, decidí tomar terapia. El primer mes con mi psicóloga se focalizó en mi relación con él. Pasadas las semanas, y conociéndolo a través de mí, mi terapeuta me comenta que él tiene rasgos algo antisociales. Luego de esa sesión empecé a leer sobre el trastorno de personalidad narcisista y todo calzaba. Volví a terapia con esta información nueva y ella, a pesar de que me advirtió que no podía diagnosticarlo sin atenderlo y a partir de lo que yo le contaba, me confirmó lo que pensaba. Sí es una persona narcisista. Mi cabeza explotó. Tener esta perspectiva explicaba muchas de las cosas que habían pasado, como este cambio de personalidad que vi. Y es que me di cuenta de que él no ha cambiado, que siempre fue así pero yo nunca lo vi porque el narciso es encantador y basa sus relaciones en la manipulación. A la par, desde mi baja autoestima y mis heridas no tratadas, siempre lo justificaba y por eso creo que, hasta ese momento, me atribuía a mi la culpa del quiebre de nuestra relación. Pensaba que se había acabado porque me había dado depresión y no era así.
Entender y estudiar sobre este trastorno me ayudó a perdonarlo. Llegó un punto en el que sabía que él me había hecho mucho daño -y no tiene perdón por eso-, pero fui capaz de soltar ese resentimiento. No quería permanecer con esa oscuridad ni tampoco manchar una relación que para mí fue muy importante, por los problemas de él. ‘En algún momento ocupaste la casa entera, pero hoy estás relegado a una casa en el sótano’, me dije, pensando en que todo ese espacio que él estaba usando era uno que ahora podía ocupar para mí. Desde ahí empecé a vivir este dolor con placer, porque me di cuenta de que la respuesta del mundo frente a estas emociones que me desbordaban, como el desamparo, la angustia, la ansiedad, la tristeza y la rabia, era ‘tranquila, ya va a pasar’. De cierta manera, el mundo te empuja a saltarte todos estos procesos, olvidando que cada emoción tiene su función. Estas emociones, que son comprendidas como negativas, generalmente las rechazamos. En ese rechazo, intentamos desvincularnos del proceso emocional que estamos viviendo, evitándolo y no somos capaces de verlo como un trabajo a largo plazo. Sé que cuando logre cerrar este capítulo, se vendrán cosas mejores.
Empecé a vivir este dolor con respeto hacia mi proceso, mis emociones y con propósito. Mi propósito era salir de lo que estaba viviendo, sin evadirlo y haciendo todo lo que mi cabeza, mi corazón y mi cuerpo me dijeran. Por ejemplo, permitirme sentir furiosamente me ayudó a avanzar muy rápido en este proceso. Me dio herramientas para encontrar caminos, como el hecho de dejarme sentir la rabia. Había días en que me daba cuenta de que lo que quería era pegarle, botarlo y agarrarlo a combos. El pensarlo y decirlo se sentía muy liberador, incluso aunque jamás lo haría en la práctica. Ahí me di cuenta de que no me estaba permitiendo sentir rabia porque pensaba que no me había hecho nada malo. Pero sí. Me abandonó en la mitad de una enfermedad.
A lo largo de este proceso ha habido días en los que pido no tener más guerra. Al comienzo iba a dejar a mi hija al colegio y me volvía a acostar porque necesitaba llorar. Había otros días en que seguía en negación, justificando su falta de responsabilidad afectiva, confundida y dolida. Ha sido emocionalmente muy desgastante. Pero aprendí y hoy conecto el dolor con el placer diciéndome a mi misma que está bien tener pena porque tenía un proyecto que no se va a realizar, porque me di cuenta de que esta persona, que me decía que me amaba, mintió durante mucho tiempo. Está bien sentirme desamparada porque esos eran los brazos a los que yo corría cuando el mundo me obligaba a hacerme bolita. Está bien sentir estas emociones que trae el duelo. Son muy ricas y movilizadoras. Te permiten buscar tus propios caminos y herramientas. Te hacen pedir ayuda. Y es que cuando logras entender que son etapas de la vida, que el perdón que entregas no exculpa al otro de sus responsabilidades y puede asumir que tu también tuviste responsabilidad en eso, es mucho más tranquilizador.
Esta fue una experiencia transformadora. Dejé de ser víctima de mis circunstancias y pude entender que el hecho de que la relación con mi ex se terminara era algo que eventualmente iba a pasar. Dejé de ser víctima de mi misma, de mis heridas y mis traumas. Ahora me quedo yo. Es primera vez en mi vida, a mis 35 años, que me quedo yo, y lo hago con la tremenda oportunidad de decidir qué es lo que quiero para mi vida. Esto me produce una sensación incluso energética. Me dan ganas de saber qué me depara este día y cómo sigo construyendo a esta Margarita con todo este espacio que me dejó esta persona, para mí. Estoy incluso agradecida de mi ex porque todo lo que pasó me permitió poder darme esta oportunidad de una nueva vida, de renacer”.
Margarita Schulz, 35 años.