Vivir separados no es no estar juntos
Hace exactamente 10 años, GFK Adimark publicó una encuesta llamada Vivir en Pareja, con datos sobre las relaciones amorosas en Chile. Entre sus gráficos, había una torta que ofrecía dos alternativas: Vive en pareja estando casado, que se adjudicaba un 37% y Vive en pareja sin estar casado con un 15%. El resto, era un largo pedazo gris que decía en letras minúsculas Otras formas de vida, que ocupaba un 47% del espacio. O sea, la mayoría.
Magdalena Correa (46) forma parte de ese tercer segmento, porque cuando conoció a quien es su pareja hace una década, “la vida” -como sale en el gráfico- no significó mudarse juntos ni formar una familia. Lo conoció en la oficina, después de haberse separado a los 30 años. “Jamás tuve otra expectativa, porque había estado emparejada solo una vez y tenía dos hijos chicos con mi ex marido”, cuenta, agregando que fue todo tan cuidadoso, que el primer almuerzo en casa y las presentaciones se dieron tras cuatro años de relación.
En 2019, la misma consultora sacó una versión actualizada del estudio llamada Los Chilenos y el Amor, donde el 68% de los encuestados dijo creer que la vida en pareja, el matrimonio y la familia, son lo más valioso en la vida. Más de alguno asociará el concepto con el dibujo de una casa de cuatro paredes con gente adentro, ¿pero qué pasa con las personas que deciden no vivir en el mismo lugar a pesar de tener un compromiso sexoafectivo? En países como Francia, el Instituto de Estudios Demográficos sí las tipifica específicamente en sus encuestas: son el 10% de su población. En Reino Unido el 7%, según su Consejo de Estudios Sociales y Económicos, en España el 8%, según académicos de la Universidad de Málaga. Pero en Sudamérica no hay un dato específico ni actualizado al respecto.
Según Guérnica Collao, psicóloga clínica y autora de uno de los pocos estudios chilenos en esta materia, junto a Katherine Muñoz y Victoria Parada, “éste es un tipo de encuentro de personas en una relación amorosa, que nace a partir de una acuerdo de mantener un compromiso estable en dos casas separadas para, principalmente, mantener la auto suficiencia y el cuidado del espacio personal, según sus gustos y personalidades”.
Según Constanza Bartolucci, directora de ETSex y miembro del Instituto Iberoamericano de Sexología, el hecho de que no se considere como algo incluso medible, tiene que ver con que “nuestra sociedad sigue pensando que la pareja se hace de a dos y que implica vivir juntos y criar. La no convivencia es otra manera de desafiar lo que entendemos como un vínculo sexoafectivo, desestructura lo que hemos aprendido y genera malestar”.
Tras mucho ensayo y error, Magdalena Correa encontró una forma de relacionarse amorosamente puertas afuera con una pareja estable, donde no se siente la falta de techo común como carencia sino que como una oportunidad. “Yo tenía el espacio que necesitaba con mis hijos, él para hacer las cosas que le gustaban, y para vernos, solo nos teníamos que organizar. Para mí eso fue muy importante y sé que para él también, porque por ejemplo, mi hijo empezó a darse cuenta que compartían gustos por el fútbol, y de a poco tuvo que aprender a soltar el hecho de que no podía estar con otro que no fuese su padre. Crearon una relación muy entretenida que se fue construyendo a partir del respeto y las rutinas: él llega a mi casa todas las mañanas y tomamos desayuno juntos, después cada uno a lo suyo y volvemos para tratar de almorzar y comer en la noche”.
Hay una insistencia por parte de la sociedad por cuestionar ese tipo de rutinas, algo que según Constanza Bartolucci se da porque “el amor romántico hace que la pareja signifique un mundo único, donde se suplan todas las necesidades y para eso, la convivencia viene de la mano. Por eso la gente se cuestiona qué pasa con el compromiso si no se vive bajo el mismo techo”. Magdalena cuenta que un día llegó el conserje de su edificio a comentarle a su pareja en la entrada que había un departamento disponible. “Subieron juntos para que se lo mostrara, y llegaron al quinto piso, justo donde vivo yo. ‘¿Tu también me vas a decir que me venga a vivir con la Magdalena?’ le preguntó él entre risas, a lo que le respondió que le tenía una noticia mejor: un departamento completamente distinto, pero al lado del mío”.
Más allá de lo que el constructo social exija, las razones –y también los beneficios– de esta dinámica se dan por las experiencias y la personalidad. “Las actitudes, las emociones y los gustos definen este tipo de relaciones. Si bien pueden ser “evitativas” de manera irracional por no tener responsabilidades que se dan en la convivencia con el otro, los beneficios siempre van a depender de las estructuras y límites que uno pone en su día a día y en cómo el otro interviene en él”, dice Guérnica Collao.
El “juntos pero no revueltos” y los códigos de la no convivencia
Milagros Pérez (49) conoció a Armando (56) porque eran vecinos. Cada uno vivía con sus hijos y coincidieron en que sus ex parejas estaban fuera de Santiago, para formar una amistad colaborativa turnándose para llevar a los niños al colegio. Luego se acompañaron: jugaban cartas en las tardes, empezaron a conocerse entre las familias y así fue naciendo el amor. Eventualmente Milagros y sus hijos se fueron a una casa más grande, pero con el tiempo se dio cuenta que extrañaba a Armando y que estaba enamorada. Se casaron y se fueron a vivir juntos.
A ella le dio cáncer y la compañía y apoyo de Armando fueron clave en su buena recuperación. Milagros se fue sanando y pudo volver a participar de las dinámicas que se estaban dando dentro del hogar y las decisiones que se tomaban, y fue ahí que notó muchas diferencias y desacuerdos con su pareja.
“En nuestro arrebato de amor nos saltamos todo el proceso de planificación para conversar esas cosas y conocernos. Casi todo se trataba de discrepancias entre las formas de crianza y las reglas con los niños y los problemas fueron creciendo hasta que les empezó a afectar a ellos. Se peleaban por todo tipo de cosas domésticas cuando antes, durante mi enfermedad, habían cooperado cariñosamente. Nos dimos cuenta de que ellos ya no estaban felices y que cada lado de la familia sentía que no tenía el tiempo suficiente con su progenitor”, cuenta.
Decidieron volver al edificio donde se conocieron, cada uno en su departamento. “Yo sabía que estas dificultades no nos habían hecho perder la claridad de lo que sentíamos y no quería abandonar el proyecto, pero el desgaste estaba siendo superior. Armando, que es más conservador, sintió por mucho tiempo que si nos habíamos casado y éramos una familia, no podíamos vivir separados. Pero finalmente aceptó, porque notó que los niños nos necesitaban por separado”.
“Son las expectativas las que interfieren también en la solución del dilema de la convivencia”, explica Claudia Bartolucci, y agrega: “Porque hay tantas estructuras de cómo deben ser las cosas, que la mayoría de los sufrimientos en la vida afectiva y sexual tienen que ver con modelos irreales de lo que es aceptado y divulgado socialmente”.
“Entre estallidos y pandemias, ha sido fuerte, pero creo que hay que darle una oportunidad al amor en los adultos, a las fusiones de familias sin juicios, y a los acuerdos. Porque esas dos puertas y el hall que nos separan sí hacen la diferencia: la independencia nos ha permitido adoptar el pensar y planificar mejor el día a día como una forma de vida que a ambos nos gusta e, incluso, tener como plan vivir juntos cuando los niños dejen de ser adolescentes “, agrega la especialista.
Guérnica Collao añade: “Tenemos que abrirnos a pensar las relaciones de forma más diversa, porque el amor romántico no es la regla y hay miles que te pueden dar niveles de satisfacción muy altos. De hecho, está probado en los estudios que quienes logran vivir bien en esta dinámica, son más felices porque sus vínculos se vuelven seguros con el tiempo, sin miedo al abandono”.
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