“Después de un viaje familiar y, como era rutina para mí cada octubre, me fui a hacer una mamografía que detectó un cáncer HER2+, que es uno de los más agresivos porque se expande muy rápido. Por ser matea y constante con los exámenes, teniendo en cuenta que mi mamá también tuvo cáncer, logramos detectar el tumor súper temprano. Para combatirlo, empecé con un tratamiento que duró dos años, con 46 quimioterapias y varias sesiones de radioterapia. Desde el comienzo mi oncólogo me recomendó que mientras pudiera, siguiera trabajando. Me operé y desde que empecé con el tratamiento –que consistía en que todos los viernes me internaba en la mañana para hacerme la quimio–, decidí ir a trabajar el resto de la semana, de lunes a jueves. Aprovechaba el fin de semana para recuperarme y descansar. Había días que me dolía el cuerpo o no me sentía muy bien, pero siempre quise que esa sensación no me ganara, quería sentirme bien y levantarme.

Y es que creía que cuando mi familia me veía con ganas de estar parada y de hacer cosas, ellos también estaban bien. Así que fui a trabajar todos los días, enfrentando a la vez los efectos que me iba dejando el tratamiento como la caída del pelo, las pestañas y las cejas, también los dolores y las náuseas. Pero me compré una peluca y con la mejor cara iba a trabajar. Eso me sirvió demasiado para no estar metida dentro de la enfermedad que en realidad tira el ánimo muy para abajo. La compañía de mis colegas también me ayudó para seguir adelante. Nunca me sentí pelada ni sin pestañas o cejas. Cuando iba al baño y me miraba al espejo, ahí recién me daba cuenta. No me cambió la personalidad, no dejé de tener contacto con la gente, siempre seguí siendo la misma, sólo me daba cuenta de mi tratamiento cuando me miraba al espejo. Y es paradójico porque pensaba que cuando me vieran así –sin pelo ni pestañas– me iba a cambiar el carácter o me iba a ir para dentro, pero no. Me sentía muy segura de mí misma y eso lo agradezco.

En ese entonces, era la jefa de ventas de la oficina y las ejecutivas dependían de mí; yo las tiraba para arriba, ayudándolas a encontrar propiedades y guiándolas con el trabajo del día a día, como las visitas o perfilando a los clientes. Y aunque a veces llegaba a ser demandante, el cáncer no me paró. Creo que en parte fue gracias a que tuve la fortuna de que se cruzara en mi camino mi jefe, que nunca dejó de darme responsabilidades durante mi tratamiento. Él no quería que sintiera que ya no podía hacer las cosas bien. Él siempre estuvo ahí, detrás mío exigiéndome, no tanto como antes, pero sí tratando de que no me sintiera distinta. Yo sabía que tenía mi responsabilidad y que tenía que ir a la oficina. Y eso me ayudó mucho.

Luego llegó la pandemia y empecé a trabajar desde mi casa para evitar cualquier contagio de Covid, pues se hubiera agravado por mi situación. Y cuando las medidas lo permitieron, empecé de nuevo a ir a la oficina. Trabajar me hacía bien, me levantaba el ánimo. Hacía que no me sintiera desvalida respecto a mi capacidad profesional. Y, al contrario, avivaba una fuerza interior que me decía que tenía que salir adelante porque yo sí me la podía. Cuando me sentía mal, me daban náuseas o me dolía la cabeza, me daba un tiempo y descansaba, pero nunca me fui para abajo.

Pero a pesar de que el contexto en mi trabajo fue el ideal, en algún momento ya no quise estar más ahí. Desde que supe que tenía cáncer, me propuse no bajar los brazos, y seguir trabajando me ayudó a eso. Pero después del cáncer comencé también a priorizar otras cosas y me di cuenta de que quería un trabajo que me dejara más tiempo para compartir con mi familia. Había dejado muchas veces cosas de lado por la oficina, así que hablé con mi jefe y decidí cambiarme de trabajo. Creé una mini pyme junto a mi hija, que se llama La Mercería. Nos dedicamos a hacer bandoleras de terciopelo y carteritas de fiesta. Es algo que me tiene muy contenta porque tengo espacio para estar con mis nietos y con mi familia. Ahora al fin tengo tiempo para hacer las cosas que en realidad necesito y me llenan, como ir al gimnasio para prevenir los dolores, comer mejor, ir a buscar a mis nietos e ir al parque por las tardes.

Todas las cosas que tengo que hacer, como ir a comprar las telas, ir a la costurera o gestionar los repartos, me mantienen ocupada gran parte del día y pensando en el futuro de nuestro emprendimiento. Al final, tengo más tiempo para mí. Y es que a veces una se deja de lado. Entendí que la enfermedad era una campanita que me estaban haciendo sonar desde arriba para comunicarme que tengo que preocuparme más de mí y no trabajar tan duro. Puedes trabajar, pero necesitas tener un espacio para hacer otras cosas. Es que, en el fondo, no me había preocupado de mí. Todo esto fue un cambio global y repentino. Me caí, pero me volví a parar con otras condiciones”.

Lorena Fernández tiene 56 años y es emprendedora en La Mercería.