Hace dos meses tomé la decisión de venir a vivir al Sur. Con los trámites de divorcio en pie, mis tres hijos y mi yerno, hice mis maletas y me vine a Chillán a empezar una vida nueva. La razón fue una relación fallida que despertó mis ganas de volver a encontrarme.
Me casé con Cristián, mi ex marido, a los 22 años. Tuvimos tres hijos y fuimos muy felices, pero en un minuto me empezó a pesar su incapacidad para dominar el alcohol. Yo me daba cuenta de que le gustaba tomar, pero nunca pensé que sería la razón por la que finalmente nuestro matrimonio terminaría. A mis 35, las cosas se pusieron difíciles pero yo seguía amándolo y no encontraba la fuerza para dejarlo. Era consciente de que nuestra relación se marchitaba y se me estaba haciendo cada vez más difícil recordar porqué seguíamos juntos.
El punto de inflexión fue cuando nos vimos superados por las deudas y perdimos nuestra casa. En ese minuto decidí terminar con él y arrendar un lugar sola con mi hija menor. Yo tenía 40 años y mi hija 5. Sabía que esa era la mejor opción y por más que me costaría, no podía dejar que el amor me cegara.
Estuvimos separados durante un año en el que él se fue a vivir a la playa. Cuando volvió a Santiago me pidió perdón y me insistió que volviéramos. Iba a dejar el alcohol para siempre y me lo estaba prometiendo. Lo que yo no sabía, en ese tiempo, es que él ya estaba con otra mujer. Cuando finalmente me enteré y lo encaré, no me lo negó. Ahí terminamos definitivamente.
Hoy, a mis 44 años, miro hacia atrás y me doy cuenta que la ruptura con Cristián fue de las cosas más difíciles que me ha tocado vivir. Yo lo amaba pero él no a mí. Y aunque me costó darme cuenta, finalmente entendí que no tenía cómo obligarlo. En un principio me culpé a mí misma. Creo que eso es inevitable y todos podemos tender a hacerlo. Pero prontamente supe que estaba cometiendo un error: no estaba haciendo las cosas por mí, las estaba haciendo por él.
Cuando entendí eso, sentí una profunda necesidad de cambiar el rumbo de mi vida. En especial, necesitaba alejarme de lo que me hacía mal. Por esa razón, en febrero decidí ir a vivir a Chillán y comenzar de nuevo. No niego que en algún minuto sentí que moriría de pena, pero me motiva e intriga la idea de poder crear un futuro mejor para mí y para mis hijos. También siento alivio, porque me desprendí de una carga que iba a terminar por hundirme. Una carga que no era mía y de una adicción por la que yo no era culpable. Todas estas reflexiones se manifestaron en una necesidad por volver a encontrarme y concentrarme en mí.
Por años postergué el amor propio para entregárselo a otras personas y siento que tuve que pasar por este porrazo para poder darme cuenta, finalmente, de lo importante que es. Eso no significa que no tenga pena ni que no piense constantemente en lo que me pasó, pero ahora ya no me inmoviliza esa tristeza, porque estoy aprendiendo a abrazar el dolor. Darle un espacio para finalmente sanar.
En definitiva, a mis 44 años me estoy recién conociendo y estoy en búsqueda de una nueva vida sin ataduras y sin cargas externas. Lloro en las madrugadas e intento olvidar, distraerme haciendo cosas, armando una rutina nueva y ocupando mi mente. Para así, de a poco, alejar todo lo que me estaba aquejando. Ahora estoy comenzando a hacer cosas que siempre quise hacer y nunca había podido, como por ejemplo estudiar una carrera. Y sé que no es demasiado tarde.
Grace tiene 44 años y quiere ser ingeniera.