“No creo en los príncipes azules ni en las fábulas de amor. Tampoco en que el amor dure para siempre ni que esté predestinado. Lo aclaro porque cuando cuento mi historia me dicen ‘estaban destinados a estar juntos’. Pero no creo que sea así. Creo que nos quisimos mucho en una etapa vital en la que no sabíamos cómo querernos, o más bien no sabíamos qué era el amor, y luego dejamos de querernos para finalmente encontrarnos de nuevo, como dos individuos diferentes.
Pololeamos tres años en la universidad, cuando yo tenía 22 y él 23, y si bien siempre tuvimos las mejores intenciones, fue un amor juvenil, tormentoso, pasional. Le dedicamos muchas horas y energía a pequeñeces que hoy en día sabemos no tienen ni una relevancia. Peleamos por cosas que no valían la pena, y nos dejamos llevar por ese impulso conflictivo y cuestionador propio de la juventud. Esa tendencia hacia el drama, aunque no fuéramos realmente dramáticos. Esas ganas de tener siempre la última palabra, de hacer una declaración constante, como si estuviésemos probándonos a nosotros mismos frente a una audiencia invisible todo el rato. Ahora, mirando en retrospectiva, me doy cuenta que en parte, de eso se trata la juventud. Y entre los dos no supimos poner eso de lado y vernos realmente. No se trató de maldad o de daño, pero sí de cierta dificultad en dejar nuestros egos. Dos jóvenes universitarios piloteando nuestras vidas en un momento de extrema dificultad.
Luego la vida pasa y una se da cuenta que hay cosas que simplemente no son tan relevantes, como otras que sí lo son. Por esas sí se lucha, pero no se lucha por todo. Porque eso sí te lo da la edad; la sabiduría de saber reconocer las cosas por las que se pelea. En fin, en ese tiempo terminamos nuestra relación y lloramos mucho. Sabíamos que nos queríamos muchísimo, y que al terminar estábamos matando una ilusión, pero realmente optamos por lo más sano.
Pasaron los años, yo me emparejé y él también. Trabajamos, hicimos nuestras vidas y tuvimos hijos, cada uno por su lado. Y no le voy a poner el toque ‘Disney’; no anduve pensando en él todo el rato y él tampoco en mí.
Hasta que hace dos años nos topamos en una inauguración en el Bellas Artes y decidimos ir a tomarnos un café juntos, en la mitad de la visita guiada. Él me buscó entre el público, me miró y me dijo en voz baja ‘¿vámonos?’, de una manera muy impulsiva. Salimos de ahí y sentí esa sensación de adolescente que falta a clases.
Aquella vez pasamos del café al vino y finalmente intercambiamos nuestros teléfonos. Habían pasado 30 años pero seguía reconociendo ciertas cosas, seguía viendo en su sonrisa amplia y en sus ojos que se achican cada vez que sonríe al joven que conocí en la universidad. Pero también era otra persona totalmente distinta, con otras historias, con otra experiencia. Así como yo también lo soy.
Y así, como dos personas nuevas y en constante cambio, decidimos empezar una etapa nueva juntos. Hace 30 años atrás, en ese momento de nuestras vidas, no íbamos a funcionar. ¿Y para qué estirar algo que no era necesario? Pero ahora que sabemos identificar lo que realmente importa y lo que no importa tanto, y que no nos detenemos en pequeñeces, lo hemos pasado increíble. Yo diría que nos volvimos a encontrar en una etapa de la vida en la que ya no hay ataduras, ni expectativas, ni presiones. No es obligación que funcione y no esperamos el uno del otro más de lo que se debiese esperar de cualquier ser humano; respeto y decencia. Pero más que eso, no estamos proyectando nuestras inseguridades ni buscando en el otro alguien que nos venga a salvar. Nos estamos viendo por lo que somos, años después, descubriendo las personas en las que nos transformamos, y pasándolo bien con eso.
A veces nos reímos nerviosos y nos decimos ‘te das cuenta que estamos juntos nuevamente, 30 años después’. Y nos cuestionamos si quizás siempre nos gustamos o nos quisimos, todos estos años. Pero yo no creo que haya sido así. De hecho, no pienso en que me hubiese gustado haber aprovechado más con él. Este es el minuto que me gusta estar pasándolo juntos”.
Gabriela Perciavalle (54) es terapeuta familiar.