“Este 2022 volví a vivir a Chile después de cuatro años en San Diego, California. Me fui en 2018 para hacer un doctorado y aunque no me arrepiento de mi decisión, debo confesar que no pasé un día sin pensar en la vida que había dejado en Santiago. Al principio ese recuerdo era una agonía permanente. Todo se me aparecía de pronto y fuera de contexto: las caras de mis amigos, las voces de mis papás, una esquina de la avenida Nonato Coo, en Puente Alto; el perro de una vecina del edificio a la que saludé una vez. Era como si cualquier día, camino a la universidad, la intensidad de esa nostalgia fuera a crear un portal para teletransportarme, sin previo aviso, a alguna esquina de Macul.

Cuando trataba de hablarle a los gringos de Santiago, siempre entendían San Diego, pero yo les decía que no se parecían en nada. Con sus playas plagadas de surfistas, palmeras y mansiones de veraneo, San Diego parece más una postal que una ciudad. Santiago, en cambio, es un ser vivo; un monstruo. Estando en Estados Unidos llegué a idealizar como nunca a Chile y su capital. Pensaba que, en contraste con ese país gigante y esa ciudad abrumadoramente segregada, vivir en un país chiquitito tiene algo muy bello porque, aunque una esté peleando o riéndose sola con algo que vio en el celular, igual no está tan sola. Si sale a la calle y toma la micro, siempre hay alguien hablando sobre lo mismo y eso de algún modo tranquiliza. En los buses de San Diego casi no había gente. A lo mucho estudiantes asiáticos y vagabundos pronunciando discursos para un público de otra galaxia.

Además de las carreteras y los autos, nunca entendí qué era lo que unía a la gente allá. Vivir el estallido social a distancia y la pandemia, sin duda, no ayudaron a superar esa sensación de desarraigo. A pesar de esas dificultades, logré construir un hogar, una especie de oasis de familiaridad y caos, en medio de ese desierto de orden, funcionalidad y extrañeza que es California. Me refugié en los estudios, en la vida junto a mi compañero y nuestra gata, y en un pequeño grupo de amigos latinos con los que nos unía la nostalgia por los territorios que ya no habitábamos. En septiembre de este año, sin embargo, decidimos desarmar ese hogar y volver a Chile. Lo hicimos, en parte, porque yo necesitaba hacer el trabajo de campo para mi tesis acá y, en parte, porque nunca nos fuimos.

A veces, en medio de las reuniones con nuestras familias y amigos, en medio de las risas animadas por la comida, el alcohol, y el cariño, pienso en la vida que dejamos ese 2018 y me cuesta creer lo solos que estuvimos todos estos años; la falta que nos hicieron todos los abrazos y la complicidad que hemos reencontrado aquí. También me pregunto que podríamos haber hecho distinto, qué podría haber hecho yo para que ese tiempo fuera hubiese sido más amable. Aún no tengo la respuesta.

De momento solo agradezco poder estar en un lugar que se siente familiar, con gente que entiende mi sentido del humor y mis referencias culturales. Agradezco saber dónde está cada cosa en un barrio y poder pedir indicaciones precisas y sin miedo si me desoriento. Agradezco, sobre todo, no estar a kilómetros de distancia de la gente que quiero y verlos frente a frente con la certeza de que no hay una pantalla filtrando lo que es adecuado o no compartir en una videollamada o en una conferencia de zoom.

Se que hay mucha gente que pronto se irá o está pensando en irse de Chile, y que tiene buenas razones para hacerlo. No es mi intención hacerlos cambiar de opinión. Al final, cada quien tiene que hacer lo que sienta correcto y creo que para mí lo correcto era estar aquí ahora; volver a lo conocido después de la tempestad de estos últimos años”.

Loreto Montero es periodista, Magister en Historia y Teoría del Arte.