"De chica fui súper tímida, me podías poner el pie encima y yo ni me atrevía a decir 'oye, disculpa, me estás pisando', porque me daba miedo incomodar. Nací en una familia muy católica en la que contestarle a los papás era pecado, y estudié en un colegio de monjas donde se reafirmaron todos mis temores. Vivía con miedo a haber hecho algo malo porque creía que el diablo me podía venir a buscar, hasta que en la adolescencia algo cambió. A los quince años empecé a preguntarme, ¿por qué vivo así, a dónde me lleva todo este miedo?
Recuerdo que por esa época vivíamos en una parcela en Vitacura y nos cambiamos a una casa a pocas cuadras. Esa vez mi papá nos miró a mí y a mis seis hermanos y nos preguntó quién se iba a hacer cargo de llevar todas nuestras cosas a la casa nueva. No sé de dónde saqué la confianza para decirle que yo me encargaría. Así que, por una semana, me quedé en la casa, organicé todo y mientras mis papás trabajaban y mis hermanos estudiaban, llevé nuestras cosas de la parcela a la nueva casa. Mi papá era súper católico y nos enseñó la vida desde el punto de vista de la Iglesia; para Semana Santa, por ejemplo, no sólo teníamos que rezar, si no que debíamos vivir un duelo interno para comprender el dolor de Jesús. Eso a mí nunca me terminó de cuajar, y enfrentarme a sus creencias fue duro, pero liberador. Nunca me voy a olvidar del día en que le dije que no iba a ir más a misa, que no era para mí. Lo sentí como una conquista.
Ahí empecé a agarrar confianza, a percibir una seguridad nueva que sentía que crecía dentro de mí. Y eso empezó a tener ecos en mi vida, por ejemplo me di cuenta que en el colegio para tener amigas no tenía que pintar ningún mono, sino que sólo ser yo misma. Comprendí lo que valía mi voz y mi forma de ser. ¿Por qué otra iba a valer más? Cuando empiezas a crecer, te das cuenta de tus capacidades y de dónde te pueden llevar. En ese sentido yo tuve una ayuda clave: la lectura. Leer me ayudó a entender la naturaleza de la que estamos hechos los seres humanos. Y los libros me abrieron el mundo. Me acuerdo de haber leído El arte de amar de Erich Fromm y haberme preguntado qué era lo que yo sentía cuando amaba o haber leído El segundo sexo de Simone de Beauvoir y descubrir mis inquietudes sobre el género, la feminidad y los roles sociales.
A medida que iba creciendo, fui aprendiendo a decir las cosas de frente y a luchar por lo que creo. Aprendí a pararme en el mundo delante de los otros y eso fue a través de la lectura, a través de los nuevos mundos que me abrían los libros. En plena dictadura yo trabajaba en una gran tienda del retail que nos ofrecía sala cuna y jardín infantil a las mujeres que éramos mamás. Un día la directora nos llamó y nos contó que nuestros hijos iban a ser compañeros de los hijos de las mucamas del entonces Hotel Carrera, que habían sido aceptados en el mismo sistema. Muchas no estuvieron de acuerdo por un tema social. Yo me indigné, me paré y les dije: "Miren chiquillas, los niños nacen libres y entre ellos no existe el prejuicio. Si hay problema, somos nosotras las responsables y yo no voy a permitir que tengamos un problema con los hijos de estas mujeres, ellas son iguales a nosotras". Todas se quedaron mudas y la directora dio por cerrado el tema.
He vivido todas mis etapas bien vividas. De lola fui bailadora, buena para la fiesta y polola. Después me casé y fui mamá. Me separé y saqué a mis tres hijos adelante, sola. Pero nunca he dejado de preguntarme. ¿Dónde estoy? ¿Hacia dónde voy? ¿Está bien lo que estoy haciendo? Nadie te va a venir a responder estas preguntas. Yo me las respondo leyendo. Entendí muy temprano lo que eran las luchas sociales, las injusticias y los valores a través de los libros. Siento que me construí a mí misma leyendo a personajes complejos, llenos de contradicciones. Por ejemplo, cuando me quedé embarazada, los textos de la sicóloga Neva Milicic fueron mis guías. Tengo tres hijos hombres y ellos dicen que los salvé de ser orangutanes. Me da risa y me gusta que digan eso. De chicos les tuve una muñeca a la que tenían que cuidar como si fuera su hija, su hermana o su mamá. La lectura me hizo ver más allá de lo que te dice el resto. ¡Imagínate si hubiera hecho caso a los que dicen que los niños no pueden jugar con muñecas!
Hay que informarse, tener una opinión formada de lo que vamos a decir. Yo en mi vida me he preguntado las cosas, he leído, me he construido una opinión personal. Encuentro que al miedo hay que encararlo de frente. Hace un par de años fui a una funa contra Krasnoff al Club Providencia, partí sola. Era la época en la que estaba Labbé de alcalde con mucha contingencia de seguridad, así que nos ahogaron en gases. Fue una batalla campal. Me devolví caminando por Pocuro y a los veinte pasos me caí al suelo: me había llegado una bomba en la cabeza. Me recogieron sangrando de la calle y me metieron acostada en una mesa a un café antes de que llegara la ambulancia. Estuve meses en terapia con fonoaudiólogo porque con el golpe se me rompió la estructura interna del oído. Cuando me dieron de alta, estaba en mi cama recuperándome y leí que había un evento en el Teatro Caupolicán en honor a Pinochet. ¡Me indigné y salí a la calle! ¿Tú crees que me dio miedo?
A los quince aprendí cómo era ponerme en el mundo y desde entonces vengo aprendiendo cómo se hace. Entonces te digo: a mis setenta, sé lo que valgo. Mis hijos me dicen que me cuide, pero yo les digo: así soy yo. Voy a todas las marchas. No le tengo temor a nadie ni a nada, ni siquiera a la muerte. Gracias a leer, a informarme, a hacerme preguntas y a respondérmelas, pude descubrir quién soy. Y voy a ser yo hasta que me muera".
Ximena Shultz (70) es pensionada.