Mi hijo pierde sus cosas en el colegio: cómo hacer que los útiles y la ropa lleguen de vuelta a casa
Lápices, polerones, gomas, parkas o loncheras: aunque estén marcados y etiquetados, no son pocos los niños y niñas que los pierden de vista para siempre. Pero calma: es algo que puede corregirse, aunque requiere de tiempo, paciencia y dedicación.
La excusa de que este es un problema generacional aquí no sirve: los niños y niñas pierden los útiles escolares desde el principio de los tiempos. Hace treinta años, al menos, así sucedía en Santiago de Chile, donde desde mi estuche se fugaban lápices y gomas —incluso el mismo estuche— como si escaparan de una guerra. Desaparecer completamente le tomaba apenas un par de días a un sacapuntas, y hasta las gruesas carpetas, atiborradas de guías y módulos, eran capaces de desvanecerse sin dejar rastro.
Para qué hablar del uniforme: polerones, chalecos y también los cordones de los zapatos se me extraviaban con una facilidad maldita. Todo, por supuesto, estaba diligentemente marcado con mi nombre, mi apellido y mi curso, pero el prolijo etiquetado de mi madre era inútil ante los descuidos de su hijo.
Más tarde que temprano, eso sí, el orden llegó a mi vida, y aunque de vez en cuando aún se me quedan libros o gorros en buses o carros de supermercado, conseguí convertirme en un adulto funcional y responsable de sus cosas. Habría preferido no pasar toda una infancia de pérdidas y vergüenzas, de pedir siempre un lápiz prestado en clases ni de llegar humillado a mi casa con la mochila vacía. ¿Es posible, para un niño desordenado, evitar ese triste camino? ¿O es el ineludible y doloroso derrotero hacia la cumbre del orden y la responsabilidad?
Le pregunto a Valeska Woldarsky, psicóloga infanto-juvenil, que antes de responder identifica todos los estereotipos que hay en mis dudas. “Yo dejaría de lado esas etiquetas de ‘ordenado’ o ‘desordenado’”, me dice. “Cuando a un niño o niña le decimos ‘eres desordenado, igual que tu hermana’, los metemos en una espiral de la que después no pueden salir”.
El adjetivo empieza a formar parte de su identidad y en vez de provocar una reacción en ellos termina generando el efecto contrario. “‘Para qué voy a hacer un esfuerzo por ordenar si soy desordenado’, piensan. En lugar de motivarlos a cambiar les puede profundizar el problema”, explica Woldarsky.
Ok, abandonemos las categorías. ¿Se puede, entonces, trabajar este problema desde la crianza o tener menos preocupación por las posesiones es un rasgo que el tiempo corregirá?
Todo comienza en casa
Desde la psicología infantil y la pedagogía parvularia se ha concluido que la responsabilidad en los niños y niñas, que se ve desafiada con más fuerza cuando entran al colegio, es una habilidad que aprenden y pueden desarrollar desde muy pequeños.
No se trata de que desde chicos deban tener todas sus cosas marcadas con su nombre ni que desde que aprendan a caminar lleven un estuche con lápices a todas partes. Es más bien que vayan haciéndose cargo de los objetos que usan y también que sean y se sientan partícipes de la vida doméstica.
Para fomentar la responsabilidad y el orden, Woldarsky dice que es fundamental “darles herramientas para que participen de la rutina de la casa”. Ya sea poniendo la mesa, ordenando su pieza, sacando la basura o dándole comida a la mascota, “hacerles ver a los niños que no están ayudando sino que están siendo parte activa del funcionamiento del hogar”.
Según la psicóloga, muchos padres y madres —y en general los adultos— tienen muy internalizado que los niños no pueden hacer ciertas cosas, o que son muy chicos para colaborar en las tareas. Lo cierto es que sí son capaces, aunque la mayoría de las veces su aporte requiere de tiempo, paciencia y disposición de nuestra parte, algo que no todos los padres tienen cuando están ordenando, limpiando o cocinando.
“Pero esto trae múltiples beneficios y recompensas”, dice, “no solo en el orden de ellos sino que también en su autoestima, en la valoración del trabajo de los demás o en la variedad de su alimentación”. Al involucrarse en la cocina, por ejemplo, “tienen una relación más curiosa y cercana con la comida, lo que ayuda a ampliar las cosas y preparaciones que puedan llegar a comer”.
Pero no nos desordenemos. Volvamos a los útiles, el orden y la pérdida de las cosas. ¿Qué tiene que ver poner la mesa con que no se le quede el polerón en el colegio? Mucho, puesto que una crianza sobreprotectora o una educación muy permisiva favorece en los hijos e hijas conductas pasivas como no guardar los lápices en el estuche u olvidarse de la lonchera. Promover la autonomía en el hogar traerá con mucha probabilidad actitudes más responsables en el colegio.
Lo más difícil, advierte Woldarsky, no es que los niños cooperen en casa sino valorar su resultado. “Independiente de cómo les quede la tarea, los adultos no debemos rehacerlas. Típico que un hijo no hace bien su cama y uno como adulto se la hace de nuevo. ¿Qué hago ahí? Invalido sus capacidades, le demuestro que no lo hace bien y él se queda con una idea de resignación: ‘para qué la hago yo, mejor hazla tú’”. Ahí conviene corregirlos juntos y con una actitud tranquila y cariñosa mostrarles cómo se puede hacer mejor.
Cada cosa en su lugar
Si en casa existe un lugar definido para guardar las cosas —y los niños y niñas lo saben y respetan—, entonces será más fácil que en el colegio dejen las cosas donde correspondan. Tener un par de perchas en su pieza, por ejemplo, los ayudará a dejar siempre sus polerones o abrigos en ese lugar. Lo mismo con cada clase de juguete, los lápices, los libros y todo lo que utilice en su día a día.
“Pero si no hay un estuche o un lugar para los lápices, será muy difícil replicarlo en el colegio porque no tendrán internalizada esa conducta”, explica Valeska Woldarsky. “Y si cada vez que se sacan una prenda en casa la dejan botada, y están los papás detrás recogiéndola, nunca aprenderán a guardarla en la mochila”.
En esto, como en todo, el principal ejemplo lo dan los padres y las personas que conviven junto a los niños. De poco sirve inculcarles una conducta si en casa esta se aplica poco, mal o nunca. De un hogar desordenado, donde nada tiene un espacio establecido, en el que cada quien va dejando las cosas donde las desocupa, es difícil que salgan niñas o niños cuidadosos o responsables de sus pertenencias.
Etiquetar juntos
Ponerle el nombre al uniforme y a los útiles siempre será necesario, ya que independiente de que se apliquen todas las rutinas y consejos en casa, a cualquiera se le puede perder algo de repente. En los colegios, además, la ropa es toda muy parecida y los materiales también suelen ser similares.
Pero para que las niñas y niños se identifiquen aún más con sus cosas, conviene marcarlas no solo con el nombre y el curso sino además con algún distintivo, dibujo o color que a ellos les guste. Si participan de alguna forma en ese proceso —eligiendo la etiqueta o la forma en que será marcado—, sentirán que el objeto es más suyo y hay más chances de que se preocupen más por él.
También es recomendable saber las rutinas del colegio. “Los niños son muy concretos, entonces es más fácil que retengan unas instrucción como ‘cuando suene el timbre, guarda tus cosas en el estuche primero y después sales a recreo’, que simplemente ‘acuérdate de guardar tus cosas’”, explica Valeska Woldarsky. “Ese tipo de momentos sirve para marcar conductas”.
Que lleven en su mochila solo lo indispensable es otro gran consejo para evitar pérdidas. Cuando está llena, es más difícil para ellos saber qué es lo que está y qué no, sin contar lo complicado que se hace guardar un polerón si es que de pronto hace calor. Generar cada noche una rutina respecto a lo que irá en la mochila al otro día ayudará en esta eficiencia, y también les dará más conciencia respecto a sus objetos.
¿Qué pasa si el hijo en cuestión no tiene 5 ni 7 años sino 14 espinilludas primaveras? Es el caso del mío, que hace poco perdió una zapatilla —¡una sola!— en un servicentro en la ruta 5, y que estuvo la mitad del año usando un polerón ajeno, ya que el suyo se desvaneció entre los pasillos del colegio. ¿Tiene remedio ese muchacho?
“El cerebro es plástico”, me consuela la psicóloga Woldarsky, “todos somos capaces de aprender. El problema es que entre más grande es, menos flexible se hace”. Pero anima a no darnos por vencidos ni a perder la esperanza. “Va a costar más trabajo, pero es bueno darles el espacio para que puedan aprender y consolidar sus habilidades”.
Que no se me ocurra castigarlo ni retarlo en demasía, ya que esto también refuerza la idea de que el desorden es parte de su personalidad y no algo que él pueda controlar. Tampoco conviene irse al otro extremo y reemplazarle de inmediato el material o la prenda perdida, puesto esto da el mensaje de que no necesita preocuparse ya que uno estará siempre ahí para resolver sus problemas. Las cosas, como dice una antigua canción de soul, nunca se valoran tanto como cuando ya no están.
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