El descontento de la clase media chilena crece con las desigualdades




Chile ha sido un modelo a seguir para Latinoamérica durante los últimos 20 años. Desde la transición hacia la democracia de 1990 luego de la dictadura de Augusto Pinochet, el país se ha destacado por su rápido crecimiento económico, el progreso social y la estabilidad política.

Hace dos años, el empresario Sebastián Piñera lideró una coalición de centro derecha hacia el poder.

Este último tiempo la brillante imagen de Chile ha sufrido un golpe. Aunque las protestas estudiantiles han sido una característica del país desde la revolución pingüina de 2006, esas protestas se han disparado.

El descontento ha tomado a muchos por sorpresa. Algunos se preguntan si es síntoma de un ciudadano en contra del “modelo”, las políticas de mercado y pro empresariales propias del legado de Pinochet y que han permanecido desde entonces.

Lo extraño es que Chile está progresando. La pobreza ha caído de un 40% en 1990 a 14% ahora - una caída mayor que aquella en la que los líderes populistas frecuentemente se proclaman como defensores de los pobres. Los salarios están aumentando y el desempleo está en su punto más bajo. En 2010, Chile se integró a la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), un grupo en su mayoría de naciones más ricas. El rápido crecimiento de la economía, hasta el momento ha resistido a la coyuntura.

Las encuestas muestran que los chilenos en general son felices con sus finanzas. Pero están descontentos: pese al crecimiento económico, el país es el más desigual en la OCDE y de los más desiguales de Latinoamérica.

En las calles de Santiago hay una noción de que mientras los trabajadores se esfuerzan, la mayoría de la riqueza del país es acaparada por un pequeño círculo de privilegiados que fijan las reglas del juego.

Un sentimiento similar de la insatisfacción de la clase media ha emergido hacia otros lados, principalmente en Estados Unidos y Gran Bretaña en el movimiento “Occupy”. En Chile, se ha intensificado por una tradición social conservadora, el legado de la situación geográfica de un país aislado y pequeño. Además un sistema político cerrado no ayuda a generar una sensación de inclusión.

La educación es frecuentemente utilizada como la respuesta a muchos de estos problemas. En realidad, hay más de un millón de estudiantes universitarios, comparado con los 200.000 en 1990 (un 70% de ellos son la primera generación en ir a la universidad).

El problema es que, a diferencia de otros países de la OCDE en los que al menos 70% del financiamiento educativo está utilizando fondos públicos, en Chile es de sólo 15%. El resto es pagado de manera privada por los estudiantes y sus familias, muchas de las cuales son relativamente pobres.

Las universidades cobran típicamente unos US$3.400 al año (llegando a US$10.000 en las mejores universidades) en relación a un salario de US$8.500. A pesar de que los retornos en educación pueden ser altos, muchas universidades son meros dadores de diplomas de fácil obtención y dudosa calidad.

Piñera ha apaciguado parcialmente las protestas estudiantiles a través de incrementar las becas para aquellos que más necesitan la ayuda financiera, disminuyendo el interés de los préstamos estudiantiles y trabajando en mejorar la calidad docente. Puede que eso no responda a las demandas de educación gratuita, pero  identificando a aquellos que tienen mayores necesidades es ciertamente justo.

Otra razón para inquietarse es Piñera en sí mismo. El presidente de 62 años es energético e inteligente. Al igual que su aliado regional, el presidente colombiano Juan Manuel Santos, se casó con políticas centralistas con un fuerte instinto liberal. Pero, a diferencia de Santos incluso los que apoyan a Piñera admiten que le falta un toque político.

Un ejemplo de esto ocurrió el mes pasado. El gobierno aclamó una encuesta que decía que la pobreza había caído. Esta escena de triunfo se disolvió por una disputa política con respecto a la solidez de las cifras y su significado estadístico.

Para el ministro de Hacienda, Felipe Larraín, las circunstancias chilenas son un signo de expectativas frustradas. El país, sugiere, “está luchando para salir de la “trampa del ingreso medio”. Durante los últimos 50 años, sólo algunos países han podido salir en su mayoría por concentrarse en mejoras como mayor productividad y mejor educación.

Es un momento difícil. Pero, de muchas maneras, es también un problema de éxito. A lo largo de los últimos 20 años, Chile ha expandido la clase media. Ahora tiene demandas más sofisticadas y no tiene miedo de gritarlas.

Otros países, incluyendo Colombia, Perú, México y Brasil están teniendo problemas similares. Esa es una razón para celebrar más que para desesperarse.

Esas preocupaciones son preferibles a las que producto de una gran inflación tienen Venezuela y Argentina. La lección de Chile para el resto del continente es que el desarrollo no es tanto un destino sino un proceso. La batalla nunca termina.

COPY RIGHT FINANCIAL TIMES

© The Financial Times Ltd, 2011.

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