Poco más de semana y media ha pasado desde que el gobierno anunció el nuevo instructivo que acota la venta de productos esenciales en los supermercados, con lo que todo lo que fuese calzado, vestuario y línea blanca no podría ser comercializado.

A propósito de aquello, y recién anunciada la medida, el ministro de Economía, Lucas Palacios, salió a celebrarla y dijo que la idea era igualar “la cancha porque existía una suerte de injusticia” en la que los supermercados salían beneficiados en detrimento de los pequeños comercios y tiendas especializadas.

Lo cierto es que la noticia quedó lejos de pasar inadvertida, porque las críticas de varios actores del sector enseguida se hicieron notar. El mismo CEO de Cencosud, Matías Videla, dijo que no le encontraba ningún sentido y que no beneficiaba ni a la industria ni a los consumidores. Otras voces, pero del mundo gremial, también se hicieron notar.

Pero el tema de fondo, y al margen de las críticas de los actores de la industria, está en que la nueva imposición reflotó dos interrogantes a las que de hecho, al gobierno le costó definir en el momento más duro de la pandemia: qué es lo que se considera esencial y cómo conversan las medidas restrictivas con los derechos de igualdad y propiedad.

Por supuesto, esto encendió el debate entre los constitucionalistas. Unos dicen que el Presidente está facultado para ejercer limitaciones al ejercicio de derecho de propiedad y tomar medidas administrativas que tengan por objeto el restablecimiento de la normalidad. Pero otros dicen que el problema mayor es que no se han fijado criterios objetivos respecto de por qué unos sí pueden y otro no.

Por eso mismo es que concuerdan en que es necesario definir qué es esencial, siendo los productos de la canasta básica una referencia. Y sugieren lo necesario que es explicar con parámetros claros que el limitar a unos sí y otros no, no responde a lo que es considerado esencial, sino a lo potencialmente peligrosos que pueden ser algunos establecimientos, dada su concurrencia.