Turistas pueden aprender en Chile un oficio que tiene 500 años de antigüedad
El visitante podrá ser salinero y sacar el condimento por su propia cuenta.
Los turistas que lleguen hasta el pueblo costero de Cáhuil, en la zona central de Chile, podrán vivir la realidad del lugar y por unas horas practicar un oficio de 500 años de antigüedad: "salinero".
Es la singular experiencia, dura y sufrida, similar a la del minero, que se ofrece en la región sureña de O'Higgins gracias a un proyecto ejecutado por la Universidad Central y financiado por el Gobierno regional para trabajar unas horas extrayendo sal.
El visitante podrá sacar el condimento que depositó el mar en cuarteles, una especie de piscinas rectangulares, donde después de algunos meses el sol evapora el agua y queda una costra de sal.
Extraerla es el trabajo del salinero, para lo cual aplica técnicas heredadas de sus abuelos.
Se saca el agua a mano con motobombas, que es la "única tecnología moderna" que se aplica en el proceso. Luego se despeja el barro, se apisona y se espera a que lo seque el sol.
"Nuevamente le echamos agua, la pasamos con ramas, de un cuartel a otro, suavemente, para que la tierra decante. Al final queda una costra de sal de 10 centímetros, la que sacamos con carretillas y la metemos en saco", explicó Agustín Moraga, uno de los salineros del lugar.
Esa experiencia es la que vive el turista, guiado por un salinero de la zona, situada a unos 200 kilómetros al suroeste de Santiago.
"Ellos van a hacer exactamente el mismo trabajo de producción de la sal de los lugareños. Luego se podrán llevar de recuerdo la sal que trabajaron", señaló a Eduardo González, dueño de la empresa "Turismo Pichilemu", que realiza la llamada "Ruta de la Sal".
La historia de las salinas partió hace 500 años, en la época precolombina, cuando los aborígenes de la zona extraían el producto con técnicas ancestrales, pero no fue hasta 1700 cuando la actividad adquirió el carácter de protoindustria (modelo productivo medieval), en base a las prácticas con que hoy se trabaja en el lugar.
Elena Parraguez, que vive en la zona desde siempre, expresó a Efe que el trabajo se hace igual que hace 300 años: "Con la pala de palo, los cuarteles, el desbarre, todo es igual", recalcó.
Unas 20 personas son las que se dedican a la actividad, quienes han recibido el oficio como herencia de sus padres y abuelos.
Se trata de hombres de más de 50 años, un 62 % de los cuales solo tiene enseñanza básica, y que encuentran en las salinas una forma de ganarse la vida.
Son ellos quienes, en 2013, fueron declarados "Tesoros Humanos Vivos por la Unesco", por su aporte al patrimonio cultural inmaterial de Chile y al carácter único de su oficio, que sostiene la identidad del lugar.
Ese mismo año, el Instituto Nacional de Propiedad Intelectual (Inapi), le dio a la sal de Cáhuil la denominación de origen, debido a que es un producto que sólo puede ser elaborado en ese lugar, debido a condiciones geográficas y prácticas productivas únicas.
De hecho, la sal de Cáhuil es la única en Chile que se extrae del mar, a diferencia de la del norte, que se saca de los salares del Altiplano.
Así, solo la sal extraída de ese lugar puede usar comercialmente la denominación "Sal de Cáhuil".
Quienes lleguen hasta Cáhuil, también tendrán la posibilidad de visitar el conocido humedal del Estero Nilahue, Salinas de Cáhuil, Barrancas, Pichilemu y Lo Valdivia, lugar que posee una infinidad de aves y que lo transforma en un interesante terreno para la fotografía.
Allí se pueden observar a simple vista 46 especies de aves, entre las que destacan cisnes de cuello negro, patos reales, garzas y cuervos, todos ejemplares que viven en un mágico entorno de naturaleza, perteneciente a un ecosistema híbrido, (unión del agua dulce y agua salada).
Si a los turistas aún les quedan fuerzas, pueden degustar la gastronomía de la zona hecha con sal marina, con diferentes aliños, pejerreyes, quinua o quínoa (una semilla que proviene de Los Andes) y aves de campo, entre otras.
También podrán visitar los molinos de agua de vertiente de Pañul y Rodeillo que, con una ingeniería rudimentaria, pero muy eficiente, han molido por más de 50 años los distintos granos como trigo, cebada o quinua que se producen en la zona para hacer harinas artesanales en pleno siglo XXI.
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