Algunos historiadores atribuyen a la llamada “vía prusiana” la concentración de la propiedad agrícola en la Alemania del siglo XIX, y la contrastan, por ejemplo, con el modelo de la “ley de asentamientos rurales” (1862) de EEUU que la impidió deliberadamente. Sea o no el caso, lo cierto es que en la segunda mitad de ese siglo los terratenientes de Prusia controlaban el poder político en Alemania a través de su influencia en la burocracia, los militares y su dominio de la Cámara Alta. Tras la derrota en la primera guerra y el nacimiento de la república de Weimar, el control político pasó a la Cámara Baja. Se estableció un sistema proporcional de elección en medio de un gran auge en la participación política, la que incluyó el voto femenino.

Si bien creció la participación, incluyendo la presencia de la izquierda -que venía desde el siglo anterior-, lo más peculiar fue la fragmentación que se verificó. La mesa estaba servida para el caos que vendría. Convivían una derecha terrateniente conservadora que polarizaba al país al negarse a los cambios -característica típica de las derechas asociadas al control de los recursos naturales, en contraste con las dominadas por burguesías industriales innovadoras-, una sociedad civil activa que buscaba transformaciones y un parlamento incapaz de dar soluciones.

Esta fragmentación y polarización se hizo cada vez más aguda. Hacia fines de la década de los veinte había quince partidos con representación en el Reichstag -hoy Bundestag-, y otros veinticinco luchaban por obtener escaños. En catorce años hubo veinte gobiernos distintos y el Parlamento fue disuelto por el presidente en más de 100 ocasiones. En 1933, Hitler logró su cierre, el que perduraría hasta el fin de la guerra.

La nueva Constitución alemana acordada tras el fin del régimen nazi se concentró en corregir la fragmentación. Para obtener un escaño, el candidato debe ahora ganar en un distrito uninominal o ser elegido en la lista cerrada de un partido, con sistema proporcional, siempre que este obtenga más del 5% de los votos nacionales. El sistema ha logrado estabilidad y consenso, con un número limitado de partidos, que es lo que procura esta fórmula electoral. El sistema no ha impedido, empero, la aparición de nuevos referentes, como por ejemplo los verdes, pero estos deben lograr convocatoria nacional.

Nótese que Alemania no retrocedió a un esquema con dominio de la Cámara Alta, que era el sueño de los sectores conservadores nostálgicos de los días de Bismarck. Si bien la cámara regional –el Bundesrat- tiene variadas atribuciones, estas se concentran primordialmente en el equilibrio regional y los poderes de los estados federados, mientras las políticas nacionales se definen en el Bundestag, que además elige al primer ministro.

Los paralelos con nuestra discusión actual son evidentes y permiten algunas conclusiones. La primera es que la clave de la estabilidad no parece estar en los contrapesos entre ambas cámaras o con el Ejecutivo, como acá se discute. Se dirá que Alemania es un régimen parlamentario pero, si algo, este concentra todavía más poder en la cámara política, que decide también la jefatura de gobierno. La segunda es que la discusión sobre el bicameralismo asimétrico tiene importancia, pero esta radica en dar poder efectivo a la cámara regional en las definiciones de las políticas que se acuerde descentralizar, más que en erigirla como el contrapeso de la cámara política en asuntos nacionales. La tercera es que lo absolutamente clave es el modo de elección de la cámara política. Si se permite su fragmentación, elegiremos una ruta segura al caos, pues los contrapesos con la otra cámara y con el Ejecutivo podrían, en este contexto, llevar más bien a la parálisis legislativa.

Nuestra discusión actual se concentra en los temas de género, de los pueblos originarios y su autonomía, la descentralización, la propiedad etc., siendo todos estos de gran relevancia, parecemos olvidar que su concreción legal, e incluso sus eventuales ajustes constitucionales ulteriores, dependerán completamente de como resolvamos las reglas de nuestro sistema político, de su estabilidad y capacidad de inclusión y consenso.

Un esquema de representación y elección de la cámara política que obligue a las “organizaciones políticas” a tener una institucionalidad abierta, democrática y transparente, como asimismo a reflejar la opinión de un porcentaje significativo de la ciudadanía para poder elegir representantes, no es excluyente sino democrático. A fin de cuentas, la ciudadanía delega pero no debe renunciar a su soberanía al elegir representantes. Y eso se pone en riesgo con una institución fragmentada, donde se puede resultar electo en base a temas locales o parciales, sin garantía alguna de fidelidad con los votantes en el sinnúmero de otras materias en que el (la) representante deberá incidir y sin rendición de cuentas en su ejercicio, más que ante sí mismo(a).