Enjaulados como leones: corredores en cuarentena

South Africa eases restrictions during coronavirus quarantine
FOTO: Reuters

La gente supone que la competición es algo bueno, que siempre saca lo mejor de cada uno, pero eso sólo es cierto cuando se es capaz de olvidarse de ella (Phil Knight).


Avanzan las semanas de encierro y decae el ánimo de varios corredores y ciclistas que veo en consulta. No son deportistas profesionales, pero dedican muchísimas horas a sus respectivas disciplinas. Es su pasión más profunda y muchos y muchas, dejarían sus trabajos, si pudieran, para dedicarse de lleno a su verdadera pasión.

No soy un runner, pero los relatos de estos clientes me han estimulado en un par de ocasiones a recorrer las calles trotando. Con altos y bajos, he logrado sostener este esfuerzo por semanas e incluso meses, pero después de una pausa por resfrío o dolor, mi cerebro se las ingenie para cambiar de tema. Y lo logro, algo muy distinto a lo que les pasa a mis clientes corredores, quienes, sesión a sesión, lamentan la falta de calle y reconocen que las etapas de su nuevo circuito in door transitan entre la computadora, la trotadora, el refrigerador, la bicicleta estática, la tele, la parrilla y el alcohol.

También, motivado por ellas y ellos, empecé a leer Nunca te pares, la autobiografía del fundador de Nike, quien a lo largo de vertiginosas décadas de intenso trabajo, logró mantener su cabeza sobre sus hombros gracias a las 6 millas que corría a diario. Era su mantra, su terapia y su religión. Algo extraño en los años sesenta estadounidenses, pues en ese entonces los héroes del deporte venían casi exclusivamente del básquetbol, el fútbol americano y el béisbol.

Los corredores eran bichos raros.

Con este telón de fondo viajo varios años atrás para contarles de Mauricio, un cliente que tras sucesivos cambios de hora a último minuto, llegó por primera vez a una consulta que arrendaba en Eliodoro Yañez. Llegó a las 20.00 en punto y nada más entrar, se desparramó en mi sofá. Visto en perspectiva, era difícil calcular cuánto medía y pesaba, pero de repente mi sofá se vio minúsculo y se me vino la imagen del bondadoso semigigante de Harry Potter, Hagrid. Tras unas breves presentaciones, Mauricio empezó a quejarse de la ubicación de mi consulta, del taco, de lo que le costó llegar, estacionar, de la locura de Eliodoro Yañez y de sus alrededores.

De repente, mi nuevo cliente me dejó de parecer un semigigante bondadoso y se transformó ante mis ojos en un enano malhumorado del Señor de los Anillos. Me relató con lujo de detalle todas las molestias que se había tomado para venir a verme. Y todo, por insistencia de su señora.

Aunque no es mi costumbre en la primera sesión, interrumpí su vía cruxis para preguntarle por qué había venido. Tras resoplar con evidente molestia por haber cortado su relato, empezó a hablarme de las calamidades del mundo público, de lo difícil, pese a su posición, de tomar decisiones y de armar buenos equipos, pues la burocracia, el amiguismo y la incompetencia estaban a la base de todo.

Y Mauricio no paraba de ahondar en las falencias del aparato estatal, ni de reclamar contra los políticos de turno, hasta que viendo que ya llegábamos a lo hora, tuve que interrumpirlo por segunda vez y pedirle, antes de que terminara la sesión, que me contara qué pasaba con su vida fuera de la oficina.

Tras un helado silencio, me dijo que, dada la hora (y aquí me mostró su reloj de pulsera con el índice), no alcanzaba a entrar en detalles, pero que su vida matrimonial y familiar eran un desastre y que seguramente por eso su señora quería que viniera, “pero te tendré que contar todo esto en una próxima sesión, que más encima tengo que pagar. Buen negocio el tuyo esto de dejar hablar”.

Sin mediar más palabras, se puso de pie y debo reconocer que estaba feliz de que la sesión se acabara. Era tarde y quería irme, pero en ése instante Mauricio me empezó a preguntar por todas las posibles formas de pago. Tras decírselas, me comentó que prefería pagarme sesión a sesión, pero que no hacía transferencias electrónicas, que no andaba con tarjetas ni efectivo, pero que me podía hacer un cheque.

- Okey

Dicho lo anterior, sacó con lentitud la chequera y buscó, en todos los bolsillos de su chaqueta, abrigo y pantalón, una lapicera e inclinándose sobre mi escritorio me preguntó el monto. Tras decírselo, me devolvió una sonrisa torcida y mientras escribía lentamente números y letras me dijo que recién se daba cuenta lo buen negocio que era ser psicólogo.

No dije nada y lo acompañé a la salida. Quería que se fuera, pero Mauricio ahora quería confirmar nuestra próxima sesión.

- Perfecto, agendado.

Tras marcharse me sentí agotado, contrariado y molesto, pero eran tantas mis ganas de irme, que simplemente me puse a apagar luces y a cerrar puertas. Y salí al aire frío. Eran bien pasadas las nueve de las noches y Eliodoro Yañez ya no bullía en caos. Al lado de mi agitada consulta, la avenida me pareció plácida. Y caminé de vuelta a mi casa, despejando la cabeza y aligerando el cuerpo.

A la semana siguiente, a la hora acordada, se repitió la misma rutina. Nuevamente Mauricio se desplomó en mi sofá y, como si no hubiese pasado tiempo entre medio, sentí que la segunda sesión partía en el mismo punto donde había dejado la primera y yo ya estaba agotado, contrariado y molesto.

Respiré y empecé a escuchar las quejas de mi cliente contra su señora y el manejo de los hijos, de la casa y de los gastos. Mientras repasaba las cuentas, se soltó la corbata, se abrió el segundo botón de la camisa y me dijo: “Y más encima esto”.

-¿Más encima qué?

- Estoy hecho una vaca. Hace años que no hago deporte y con todo lo que como y tomo los fines de semana, debiera poder sobrevivir de lunes a viernes sin comer. Pero como igual. Con ansiedad, con rabia. Y yo de pendejo fui muy deportista. Corría en el colegio, era muy rápido y después jugué tenis muchos años. Me encantaba competir, pero sufría demasiado cuando perdía. Y más encima, mi vieja estaba encima. A diferencia de mi papá, que era un guatón buena onda, lleno de vida y amigos, mi mamá era una máquina del deporte y la disciplina. Una mujer solitaria que me enseñó a correr, a jugar tenis, pero sobretodo, a competir contra el mundo. Era implacable y nos llevábamos pésimo, pues ni con fiebre me podía perder un entrenamiento. Ya de adolescente me dejó de webear. Ya no era necesario. Me metí mucho en el tenis y solo paraba por lesiones. Pero no alcanzaba a recuperarme del todo y ya estaba jugando. No aguantaba parar, pero supongo que después que murió mi viejo y que entré a la universidad, lo enterré a él y al deporte.

-¿Qué quieres decir?

- Supongo que me deprimí cuando murió mi viejo y jugar tenis perdió sentido. Y ahora que lo pienso, hice lo mismo que él. Entré a la universidad, estudié ingeniería, me puse a comer y tomar, entré a trabajar al estado, me casé con una weona pesada y tuvimos hijos. Y hasta ahí llegó mi vida.

Quedé mudo y tras silenciosos segundos, Mauricio me miró y me dijo… “¿ahora no me vas a interrumpir?

Volví en mí y le pedí me contara de su vida de casado. Acto seguido, Mauricio se echó hacia atrás y empezó a contarme, con cara de profunda molestia, lo aburrida que era su vida familiar. Habló sin parar durante treinta minutos y para rematar su punto, concluyó con esta frase digna de aniversario:

“Llevo diez años con la flaca y a esta altura no sé que me aburre más, si el trabajo o mi matrimonio”.

De un rincón de mi cerebro que hasta la fecha me sorprende, me surgió la siguiente pregunta de coach.

¿Mauricio, cuándo fue la última vez que hiciste algo valiente?

El tiempo se detuvo. Mauricio se inclinó hacia delante y luego hacia atrás. Miró la hora, sacó su chequera y sin decir una palabra rellenó y cruzó el documento de papel. Nos pusimos de pie, dejó el cheque sobre mi escritorio y en silencio absoluto lo acompañé a la salida.

Nunca más supe de él… nunca más en dos años… pues ya en otra consulta llegó para contarme todo lo que había hecho después de nuestra sesión. Se había cambiado de trabajo, de casa, estaba corriendo todos los días (se estaba preparando para su segunda maratón) y su vida matrimonial y familiar había dado un giro total. Tras contarme sus buenas nuevas durante 45 minutos, se levantó con entusiasmo y varios kilos menos del sofá.

Nos despedimos y no volví a saber más de él en mucho tiempo, hasta que semanas atrás, me contactó porque estaba desesperado.

“Sebastián, mi terapia era correr. Correr todos los días, ojalá en todos los momentos posibles. Antes de la cuarentena salía a correr a las 06.00 y volvía a las 07.00 y en las noches entrenaba en el parque con un grupo de runners. En mis fines de semana salía al menos una vez por varias horas con mi grupo y otras solo e incluso en la oficina, cuando podía, me arrancaba a la hora de almuerzo. Llevo años así y de repente, sin darme cuenta, he vuelto a comer y tomar como antes. Y ha vuelto mi mal humor y han vuelto mis problemas y mi señora me implora que pare. Está chata y a mí no me motiva correr en la trotadora de la pieza ni hacer abdominales en el baño. Estoy chato. Al principio lo hacía, pero me empecé a relajar y mi señora ya se empezó a poner como mi vieja. Insufrible e hiriente. Y no quiero que los niños vivan lo que yo viví.

¿Crees que me puedas ayudar? ¿Aunque sea en línea? ¿Cobras igual?

Salgo de mi consulta virtual y pienso en Phil Knight, ese joven estadounidense, que entre medio de los conflictos bélicos de su país con Japón y Vietnam, armó un imperio de zapatillas, viajando precisamente a Japón. Era una locura hacer negocios con el enemigo, armar una empresa de calzado deportivo, competir con los gigantes alemanes de Puma y Adidas y formar una familia. Y todo siguiendo una pasión que, a ojos del provinciano mundo de Oregon, era una locura. Y aún así no paró. Y día a día corrió, hasta en los peores momentos, seis millas diarias.

Continuará…

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