Mi señora se fue en la pandemia … ¿qué hago? (3ª parte)
Y cuando el hombre se hunde en la aflicción, dadle a Dios para que pueda decirle todo su sufrimiento (Goethe).
Se va noviembre, se va el año y en consulta la mayoría de mis clientes entran al último mes cargados de aprendizajes, cansancio y dudas. ¿Qué más puede pasar? Entre sesiones reviso las noticias y veo a miles de argentinos despidiendo a Diego Armando Maradona. En Estados Unidos, mientras un flamante septuagenario se prepara para ocupar la Casa Blanca, otro se niega a darse por vencido. Y en Chile la proliferación de polillas y el segundo retiro del 10% de nuestras pensiones se toma la agenda.
Fuera de las pantallas, me encuentro en la terraza de un café con Samuel, mi impecable cliente de las siete décadas. Es nuestra tercera sesión y tal como me adelantó por WhatsApp, no ha tenido novedades de Alice, su señora. Llevan más de un año separados y la incertidumbre sobre su presente y futuro incomodan a este distinguido cliente.
Ha sido una semana difícil Sebastián. Después de nuestra última conversación decidí hablar con mis hijos, y Benjamín, el menor de todos, organizó un zoom. Los dos, desde mi casa, conectamos con mis tres hijas que viven en Estados Unidos. Samuel, mi hijo mayor, no quiso venir, pero igual se conectó. Sobre la cómoda sin flores, vi y escuché a cuatro de mis hijos a través de la pantalla. Y tuve la mala idea de escuchar. Y al final, ni pude hablar.
¿Qué pasó?
Mira, el escenario era bien predecible. Mis hijas, las tres juntas, hablaron como una sola voz. Laura, la mayor, manifestó su preocupación por mamá, pues su aislamiento es total. Sólo se relaciona con ellas y sus nietos, pero evita hablar de Chile y de papá. Estas dos palabras no se pronuncian. De ahí Samuel, en su clásico arrebato moralista, aprovechó de repetir y remarcar que mi discurso, donde involuntariamente omití el nombre de Alice, fue la gota que rebalsó la paciencia de mamá. Y Benjamín, para defenderme, dijo que le parecía humano aburrirse de otro ser humano. Sebastián, aquí se produjo un silencio total y sentí que el menor de mis hijos, lejos de ayudarme, me hundía con un salvavidas de plomo. Y claro, como buen bufón, dice verdades y nadie le corta la cabeza. Las niñas, consternadas, fingieron no entender nada y Samuel se desconectó.
Silencio. Primer expreso.
Me encantaría, como en tus columnas, reproducir el diálogo que tuve con Benjamín cuando el maldito zoom se acabó. Lo miré indignado, pero antes de que fuera a decir algo, me dijo “viejo, agradece que te la hice fácil y corta”. Sebastián, te juro que pensé que me iba a dar un infarto, pero mi hijo, con mucha calma, me sugirió que no nos sacáramos la suerte entre gitanos. “Papá, siempre fui el regalón de las nanas y amigo de los jardineros. Yo escuchaba tus historias desde niño y cuando crecí eran tus secretarias, los junior y los procuradores de tu oficina quienes seguían comentando lo enamoradizo que eras. Aunque no lo creas papá, la gente quería o necesitaba confesarme esas historias, pues me imagino tenían que desahogarse con alguien de confianza.
Silencio… Samuel se inclina hacia atrás y mira a la derecha y a la izquierda. Sus movimientos ya no son tan sutiles ni tan elegantes como la primera vez que lo vi en este mismo café.
“Papá, a mí no tienes que darme explicaciones. Yo no duré ni un año casado. Me porté mal, me pillaron y me echaron de la casa. Fin de la historia. Pero como eres tan cara raja, el más escandalizado y decepcionado fuiste tú. Y me la comí, pues no estaba para mandarme una segunda cagada. Y cuando diste el famoso discurso, que, por cierto, estuvo muy bueno, tu corazón y tus pensamientos se te fueron a tu nueva socia. No escatimaste en halagos, pero tranquilo, los equilibraste bien con los piropos a los otros socios y a tu equipo. Para cualquier weón, pasaste piola. Para la familia, quedaste como un egocéntrico. Vaya novedad. Pero para los dos o tres que te cachamos bien, entre ellos la mamá, es evidente que estabai pensando en la otra.
Silencio, segundo expreso.
Después de lanzarme todo esto, Benjamín forzó la misma sonrisa que me da cuando me gana en tenis y me remató con un “mal jugado papá”. Esa fue su estocada mortal, pues al final de todos los partidos de tenis, Benjamín salta la red, me abraza y me dice al oído “bien jugado papá”. Sabe que me da bronca perder, pero que me alivia que sea contra él. En fin, tras el último golpe se fue y me quedé mirando el fondo de pantalla de mi computador un buen rato. Después miré la cómoda sin flores y al final tuve que salir al jardín a caminar.
Silencio…
En Momentos Estelares de la Humanidad, Stefan Zweig cuenta la historia de la Elegía de Marienbad, Elegía que escribe Goethe, ya pasados los setenta años, cuando se enamora perdidamente de una mujer de diecinueve. Es una locura, pero llega a pedir su mano. Esta formidable alma, este lúcido ser, pierde la razón. A esa edad Goethe se reconecta con sus sentimientos y pasiones. Vuelve a sentirse joven. En fin, guardando las distancias, me encandilé con una mujer un par de décadas menor que yo y durante meses sentí que el alma me volvía al cuerpo. Ya no por un negocio o un triunfo deportivo, sino por la atención de una mujer con la que podía hablar de trabajo, de arte, de los hijos, de literatura y de viajes, con la misma facilidad con que cambio la empuñadura de la raqueta o con la que Alice desmaleza su huerta. Y me preparé para tocarla con mi discurso, pero no me fijé en mi terrible punto ciego. Mi Alice. Una vez más, no la vi. Mi familia y mis cercanos lo vieron, pero solo Benjamín vio lo que ni yo ni ellos podíamos ver.
¿Qué no viste?
No vi la realidad. No miré los carnet, ni anticipé que este detalle, se uniera a tantos otros. Detalles hilados por Benjamín. Detalles que de transformarse en un relato pueden acabar con todo, pues en la cabeza de Alice, Samuel y las niñitas no hay cabida para las pasiones humanas. Y es cierto, torpemente me enamoré y tuve que lidiar con la indiferencia, el silencio y lo imposible. Supongo que en mis propios achaques no vi el dolor de Alice, siempre tan entera, siempre tan estoica. No la vi y desahogué mis fallidas pasiones en el trabajo, en el tenis y en nuestras estúpidas peleas. Perdí la paciencia, me empezó a molestar todo y mis hijos, salvo Benjamín, achacaron mi malestar al paso de los años. Era una mentira o una verdad conveniente, no lo sé del todo, así que la dejé estar. Seguramente Alice esperó alguna respuesta, disculpa o acción de mi parte. No la hubo y sinceramente en sus primeros meses de ausencia no viví un duelo por ella, sino por la otra, por la mujer que seguramente duerme tranquila, sin sospechar que durante meses me desvelé por ella.
Largo silencio…
Ahora siento que parto de cero. O de menos cero, pues estoy triplemente derrotado. Primero, disculpando la expresión, es una mierda envejecer. Segundo, es una desgracia el amor no correspondido. Y por último, es terrible ceder y anteponer los deberes de la Corona a los sentimientos. Viendo The Crown, me siento plenamente identificado con la vida amorosa de Carlos y veo a Alice, a Samuel y a mis hijas cumpliendo muy bien sus roles. La familia. Cuídate de la familia. Sabio consejo le dan al príncipe de Gales. En la mía, salvo Benjamín, todos conocen y respetan las reglas y cumplen con sus deberes y obligaciones. Se ajustan a este drama con naturalidad, como si hubiesen sido ungidos para ser como son.
Silencio
Me costó mucho adaptarme al estilo de Alice y creo que nunca logré ser parte de su familia real. Tal vez, si los conocieras, me entenderías. Es difícil de explicar, pero aun estando a un océano de distancia, han marcado la pauta de nuestras vidas y ahora entiendo mi fallido discurso como mi última pataleta…
Tras este último silencio Samuel pide la cuenta. Me dice que tiene una reunión que lamentablemente no puede postergar, pero que si pudiera tomarse otro café y gastarse otra hora más hablando conmigo, lo haría…
Me despido de mi cliente y nada más llegar a casa, busco Momentos Estelares de la Humanidad y encuentro esta cita de Goethe:
“Lo he perdido todo, me he perdido a mí mismo. Antes era amado de los dioses, diéronme la Caja de Pandora llena de riquezas y de peligros. Nada me negaron de todo cuanto les pedí. Pero hoy me han abandonado y me siento sumido en el vacío”.
Tras leerla… tuve que dejar descansar el libro. En imágenes, divagué entre el café, el jardín de Alice, el discurso de la discordia, la ausencia de flores sobre la cómoda, el zoom familiar y la derrota tenística y humana sufrida a manos del menor de sus hijos.
Inhalo y exhalo sin palabras, pero me sumo a las observaciones de Stefan Zweig sobre Goethe, que, de manera intuitiva, Samuel aplica a sí mismo.
“Cuando era joven sabía disimular; cuando fue hombre supo contenerse. Siempre envolvía sus secretos más íntimos en imágenes, en cifras y en símbolos. Y ahora, al llegar a la ancianidad, se desahoga sin reservas, de un modo magistral”.
Ahora solo Samuel sabe si esta historia continuará…
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.