Mis padres se separaron en pandemia… ¿qué hago con mi papá? (3ª parte)

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A veces perder es ganar y no encontrar lo que se busca es encontrarse (Alejandro Jodorowsky).


Salen Donald Trump y Mike Pence. Entra Joe Biden y Kamala Harris. Cantan Lady Gaga y Jennifer López y Amanda Gorman, una poetisa de apenas 22 años, se roba las cámaras. Parece, una vez más, que Estados Unidos puede volver a ser esa tierra donde una descendiente de esclavos e hija de madre soltera, puede llegar a la Casa Blanca.

Por instantes, el caos de los últimos días queda atrás y la esperanza de que este 2021 sea mejor ilusiona a muchos, pues en estas horas cruciales Biden ya firmó el regreso al Acuerdo de París contra el cambio climático, revirtió la decisión de abandonar la Organización Mundial de la Salud (OMS), eliminó la prohibición de entrada a Estados Unidos desde países musulmanes y, entre otras cosas, envió un proyecto de ley que establece un camino hacia la ciudadanía para más de 11 millones de inmigrantes indocumentados.

Nada mal… para sleepy Joe…

Apago la radio, salgo del estacionamiento apurado y me encuentro con Benjamín, un cliente al que veo en un café hace un par de semanas, para ayudarlo a elaborar la separación de sus padres. Separación que toca… su propia separación.

Después de la sesión pasada me fui de acá con una extraña sensación. Estaba amargado, pero a la vez sentí una extraña energía que me impulsó a llamar a mi mamá. Un tanto alterado, le dije que esto no podía seguir, que no quería seguir guardando secretos y que le tocaba a ella contarle la verdad a mis hermanos. Y seguí y seguí hablando, le dije que estaba cansado de hacerme cargo de mi viejo y de tener que hacerme el weón con el mundo, como si él fuera el malo de la película o, al menos, el más malo.

Pausa. Coca cola light. Sonido de hielos.

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Perdona. Y le di y le di y para mi sorpresa mi vieja me dijo que estaba de acuerdo, que lo había conversado con Javier, su eterno amante, y que había llegado el momento de encarar la verdad. Sebastián, fue una vorágine, todo lo que no había pasado en décadas, pasó esta semana. No sé si alguien en mi familia pudo trabajar o tener cabeza para algo más, pues fue una seguidilla de videollamadas, mensajes y correos. Dejé a mi viejo fuera de esto, pero de a poco le fui soltando los headlines. Era la tormenta perfecta, veinte años de mentiras acumuladas. Y digo 20 años, porque estoy calculando desde que me cayó la teja a mí, pero seguramente esto viene de mucho tiempo atrás. Hubo llantos, gritos, peleas. Mi hermano Samuel, mientras mis hermanas encaraban a mi mamá por zoom, me escribía por WhatsApp. Perdona Benjamín. Siempre dijiste la verdad. Nunca te creímos. Siempre te tratamos mal…

Silencio…

No te puedo explicar lo que significan esos mensajes de Samuel. Si parecía difícil sacar a Trump… bueno… esto sí que no me lo esperaba. Y después me llamaron mis hermanas y por fin preguntaron por mi papá, ya no como quien pregunta por el sujeto que se merece lo peor, sino que con compasión. Mi familia es muy dura. Son secos para los juicios de valor, para las críticas morales, para la sanción social… y que mi vieja… el estandarte del puritanismo, haya reconocido que lleva años hundida en el barro de las mentiras, ha nivelado la cancha y ahora el partido es más parejo.

¿Cuál partido?

Tienes razón. Suena ridículo, pero supongo que vengo de una familia donde se compite por todo y nadie quiere perder. Hay cero mística de equipo. Se apoya y se alaba al campeón. Se abandona al perdedor y se apuesta por otro u otra que vaya a ganar. Así funcionamos y así terminamos. Cada uno en su isla. Mi viejo en su mundo, mi vieja con Javier, mi hermano gerenciando el estudio para alimentar a su numerosa prole, mis hermanas abocadas a sus maridos y a sus hijos y yo a jugar con las platas de la familia.

¿Quién gana en este partido?

Supongo que nadie, pero ayer aproveché de jugar tenis con un amigo de toda la vida, uno de esos pocos que, como yo, partió pronto de la casa para probarse en el mundo. No triunfó como profesional, pero sigue vinculado al tenis… como entrenador. Y juega a muy buen nivel y ayer sentí que jugaba el mejor tenis de mi vida.

¿En serio?

Sí. Ya no era todo pierna, brazo y cerebro; jugué con el corazón, me sentí liviano y me di cuenta que no podía dejar de sonreír… pese a que había perdido. Es cierto, era un partido entre amigos, pero no me gusta perder y menos con él. Pero ayer fue distinto y la sonrisa me duró toda la tarde y esa noche dormí bien. Y a la mañana siguiente, desperté muy motivado y ahí entendí eso de que cuando uno no sabe nadar se hunde… y cuando sabes… flotas.

¿Qué quieres decir?

El miedo te hunde y yo he estado 20 años cagado de miedo… 20 años pensando que cuando la verdad salga a la superficie nos vamos a ir todos a la mierda. Aterrado Sebastián, muerto de miedo. Muerto en vida. Y esta semana, pese a que todo explotó, nadie murió y vi que mi viejo volvía a sonreír cuando le contaba todo esto. Es raro, pero solo ganando partidos oficiales había sentido este éxtasis. Pero esa felicidad era muy cortita, a veces, ya saliendo de la cancha, desaparecía.

Silencio… segunda Coca Cola Light.

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Pero no, ayer no. Ayer no me podía borrar la sonrisa de la cara y según mi viejo, hacía años que no brillaba tanto. Y es cierto Sebastián, aunque ha sido triste ver a mis hermanas y a Samuel destruidos, siento que me liberé de un monstruo gigantesco. Ya no tengo que mentir o defender a mi papá ni a mi mamá. Ya no tengo que seguir guardando secretos a mis hermanos. Ya está, siento que recupero mi vida y creo que si hubiera jugado siempre con el corazón, si hubiera jugado como me siento ahora, hubiera sido imbatible.

¿Y a qué te gustaría jugar ahora?

Buena pregunta. Me pillas por sorpresa… no me suele pasar… pero supongo que como casi todo el mundo en esta pandemia… tengo ganas de viajar. Ya no siguiendo un estricto calendario de partidos ni una agenda de negocios, sino reconectando con personas y me gustaría partir visitando a mi mamá. Quiero abrazarla, quiero acompañarla, estar con ella y aunque suene raro, creo que nunca había sentido esto por mi mamá.

¿Nunca… nunca… nunca?

Puede que de niño sí, realmente no me acuerdo. Piensa que desde los seis años pasé gran parte de mi vida en canchas de tenis y que ya a los 13 me fui de la casa para apartarme de la familia, del colegio… y de ella. Mi mamá fue una mujer muy dura, con todos, pero en especial conmigo y mi papá. Supongo que por distintas razones… la sacábamos de sus casillas. De niño muchas veces la odié, pero ya adolescente, no te imaginas cuantas veces soñé invitarla a fumarse un pito y a que se tomara una cerveza conmigo para que se relajara. Quería abrirle un poco la cabeza, que cachara que no todo era rigor, deber y trabajo. Hasta sus lecturas eran duras, pues los libros budistas que estudiaba eran una continua renuncia al mundo y esto la hacía, paradojalmente, aún más dura. Nunca se relajó, hasta que conoció a Javier. Supongo que las plantas, el barro, las tijeras y mangueras eran el único camino para llegar a su corazón. Corazón que rechazaba el mundo de mi viejo, de los negocios y el tenis...

A la hora en punto me despido de Benjamín, me subo al auto y recuerdo las sabias palabras de Bert Hellinger sobre las Ovejas Negras, esos infaltables personajes familiares que, de manera contraintuitiva, buscan los caminos de liberación para el árbol genealógico… precisamente… porque nunca se adaptaron a las normas o a las tradiciones de los sistemas familiares y sociales en los que nacieron.

Lea la primera parte de esta columna en este enlace.

Lea la segunda parte de esta columna en este enlace.

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