Si bien el origen de la Navidad está asociado para a fe cristiana con la conmemoración del nacimiento de Jesucristo en Belén, con el paso del tiempo, la celebración se expandió a otras religiones y culturas, convirtiéndose en una fiesta social, que incluye a personas incluso no creyentes.
Pero la festividad no siempre fue como la conocemos actualmente. Luego del nacimiento de Jesucristo, aparece en escena San Nicolás de Bari, conocido como San Nicolás, quien repartía obsequios y riquezas a los más necesitados. A partir de 1624, con la llegada de la celebración a Estados Unidos, la festividad empezó a tomar el “tono” que rige hasta el día de hoy, con la aparición de Santa Claus o Papá Noel, y todo lo que esto implica, como los famosos renos.
Existe un mito urbano, no confirmado, que señala que durante el siglo XX, una marca de bebidas (Coca Cola), modificó algunas características del viejo pascuero, asignándole los tradicionales colores rojo y blanco.
En Chile la Navidad comienza a tomar forma recién a mediados del siglo XVI. Aún no existía los pinos navideños, ni el viejo pascuero. Se celebraba en las iglesias con ofrendas como frutas o flores, aunque con ciertas semejanzas con el 18 de septiembre con fondas y ramadas que se instalaban en la Alameda de Las Delicias. La Noche Buena no era un noche de paz, era de diversión, comida y baile.
A partir de 1900, las fiestas poco a poco pierden ese carácter público y masivo, y comienzan a trasladarse a las casas, lo que también marcó una importante diferenciación social. Debido a la influencia extranjera, aparecen los primeros pinos navideños junto al tradicional pesebre.
En 1930 aparece por primera vez el personaje del viejo pascuero “en persona” en Chile, tras una celebración de la Compañía Chilena de electricidad, transformándose en un verdadero éxito.
Raúl La Torre, historiador Universidad de los Andes, señala que la Navidad, al ser una celebración cristiana, se comienza a celebrar en Chile con las primeras ciudades fundadas en el territorio que hoy conforma nuestro país. “Su celebración estuvo vinculada a lo estrictamente litúrgico, al ser la solemnidad del nacimiento del Niño Dios, pero no gozaba de las características que fue adquiriendo con el tiempo”.
Leonardo Carrera, académico de Licenciatura en Historia Universidad Andrés Bello, sede Viña del Mar, cree que la Navidad nace en Chile a principios de la época colonial, con la importación de la civilización cristiana occidental llevada a cabo por los conquistadores y misioneros españoles. “Al conmemorar uno de los misterios centrales de la fe cristiana, la Navidad se constituyó en una de las fiestas religiosas más importantes del tiempo litúrgico dentro de la Europa medieval”, explica.
“Al igual que en toda Europa, la celebración de Navidad arraigó en España, siendo motivo de diversas expresiones artísticas (como, por ejemplo, la pintura, la música, la poesía, el drama y los retablos), al mismo tiempo que, con su reiteración anual (atravesada por el boato y por un conjunto de ritos), daba pie a una atmósfera o tonalidad peculiar que rompía con el curso ordinario de la existencia, propiciando un desborde del sentimiento religioso y una participación activa de todos los fieles durante la festividad. Entre las manifestaciones más populares de la tradición navideña que pasó a América y a Chile, cabe destacar el cántico de villancicos, el montaje de pesebres y las representaciones escénicas con el cortejo de pastores y reyes magos que llegaban a venerar al Niño Dios, María y José”, añade Carrera.
La Torrre agrega que hay que recordar que, por un buen tiempo las primeras fundaciones en Chile tuvieron una marcada característica de defensa bélica, por tanto, la expresión social de esta fiesta tardó un tiempo en desarrollarse. “Con el paso del tiempo, la consolidación de las ciudades, el avance de la evangelización, el asentamiento de más población española en Chile y el natural mestizaje; la navidad fue adquiriendo sus propias manifestaciones”.
A modo general, “la tradición navideña tenía un marcado sentido religioso. No podría haber sido de otro modo en una sociedad profundamente condicionada por la connivencia que se había fraguado entre la Corona española y la Iglesia Católica. En tales circunstancias, la Navidad no se reducía a una fecha en particular, sino que, como parte del ciclo temporal del tiempo litúrgico, formaba una sola unidad con el adviento (en la actualidad esto sigue siendo así, pero con la gran diferencia de que no afecta la vida diaria del grueso de la cultura occidental)”, explica Carrera.
Esta “pequeña cuaresma”, como la denominó el padre Gabriel Guarda (1928-2020), “estaba compuesta por las novenas del Niño Jesús, las veladas y villancicos que, en conjunto, disponían el corazón de los fieles y suscitaban en su ánimo un sentimiento de expectación por la Navidad, culminando con la festividad propiamente tal. Lo sugerente es que, con motivo de esta celebración, la piedad religiosa podía devenir, sin nunca desaparecer del todo, en una lógica más bien secular (similar a lo que sucede hoy en día, aunque bajo otros términos y nunca en el mismo grado). Esto era así, concretamente, porque se estilaba armar “belenes” al interior de las casas, dando lugar a “concursos” entre la gente. Para la Iglesia lo anterior muchas veces daba pie a escándalo, de manera que esta práctica fue objeto de permanente moderación”, recuerda el académico de la Unab.
“Quien nos ofrece un testimonio temprano, a la vez que un cuadro sumamente vívido de la tradición navideña en Chile, es el padre Alonso de Ovalle (1603-1651) en su Histórica Relación del Reyno de Chile (1646), donde narra con cierto detalle las procesiones que se efectuaban con motivo de esta festividad, específicamente aquellas que tenían lugar “el día de la Epifanía y Pascua de los Santos Reyes Magos”, oportunidad en la cual un conjunto de andas tenían la misión de transportar “todo el nacimiento de Nuestro Redentor”, relata Carrera.
Así, en unas iba “el pesebre con la gloria, en otras el ángel que da la nueva a los pastores, y en otras varios pasos de devoción, y por remate los tres santos magos, que siguen la luz de una grande estrella, que va delante, de mucho lucimiento. Como se puede apreciar, el tema central de esta procesión era la representación escénica del pesebre, la cual se montaba sobre la base de un realismo estético para que, de ese modo, no pareciese artificio, sino cosa natural. Son las imágenes principales todas de estatura natural y algunas muy perfectas, y así causa muy gran ternura y devoción”, considera este último.
Religiosidad popular: jornadas de contrastes
Con el paso del tiempo, desde el período colonial y hasta los primeros años del siglo XX, las celebraciones navideñas tuvieron un cercano parecido con las Fiestas Patrias. “Las fondas, “la bullanga de navidad”, como se le decía despectivamente al sonido carnavalesco de los instrumentos musicales que recorrían las calles de las ciudades en los días previos al 25 de diciembre, la faena de cerdos y gallinas y un cierto descontrol por el alcohol de la chicha, el aguardiente y la horchata; contrastaba con la solemnidad de las liturgias religiosas, la decoración de pesebres y fanales con frutas de la estación; y un común olor a albahaca y claveles, que eran obsequiados a las afueras de las iglesias”, explica el historiador de la Uandes.
El académico de Licenciatura en Historia de la Unab señala que la religiosidad popular chilena tenía un carácter mariano muy pronunciado (otra herencia de España), el cual hallaba en la festividad de Navidad una ocasión propicia para poderse manifestar. Las cantoras y los huasos, por ejemplo, en sus villancicos sobre la Sagrada Familia, solían dirigirse a la Virgen llamándola familiarmente “Mariquita” o “Comaire María”. “Quien nos aproxima a la devoción mariana y a su acentuación durante esta fiesta es Alberto Blest Gana (1830-1920). En su novela El ideal de un calavera, publicada originalmente en 1863, transcribe una antigua canción navideña que califica de ‘modelo de la poesía popular que se cantaba, y se canta todavía, en los nacimientos’, citando los versos que siguen: ‘María, Virgen Perfeuta. Por ver tu hijito, en mi yegua, vengo de Pichidegua galopando en línea recta’”.
La Torre establece que “durante el siglo XIX en Santiago, la Alameda se convirtió en el punto de encuentro para las personas que se acercaban a los puestos comerciales para la compra de flores, frutas, artesanías, entre varios otros elementos propios de la estación que vivimos en diciembre. Mientras en el hemisferio norte existe un esfuerzo de colorear el blanco y gris del invierno; en el hemisferio sur es la naturaleza la encargada de llenar de color el paisaje y de aromas las ciudades. En Chile, previamente a la importación de ese imaginario invernal navideño del norte, se recogía lo propio del tiempo que vivía donde los frutos de los campos tenían un rol protagónico”.
“Una bonita expresión de esto último eran los detalles con los cuales eran decorados los pesebres o belenes de las casas. Hoy aún es posible ver esto en varias de las colecciones de fanales que existen en nuestro país (ver imagen a continuación), y que tienen como temática al Niño Dios y su nacimiento; entre las más características”, detalla La Torre.
Desde que la tradición occidental echó raíces en América, la Navidad se constituyó en una importante festividad religiosa para cada una de las colonias, tradición que, por lo demás, fue perpetuada por los Estados-Nación tras el proceso de independencia. “Chile fue un Estado confesional hasta la Constitución de 1925, de modo que no resulta antojadizo afirmar que, desde sus mismos orígenes republicanos, la Navidad se haya experimentado como una verdadera ‘fiesta nacional’. En consecuencia, lo que ha cambiado con el tiempo es el imaginario social detrás de la Navidad, la forma en que la sociedad piensa, vive y representa esta festividad”, dice Carrera.
De acuerdo con el sociólogo Hernán Godoy Urzúa, “el sentido primigenio de la tradición navideña empezó a modificarse en el transcurso del siglo XX con el empleo de símbolos “ajenos” a nuestra realidad, como el pino nevado y la importación de “Santa Claus”, si bien este último adoptó, por lo menos, la idiosincrática expresión de “Viejito Pascuero” (aunque cada vez más en desuso, otro síntoma de la pérdida de los “particularismos” que trae consigo el hecho de ser partícipes de una “aldea global”)”, añade Carrera.
A partir de entonces, adiciona Carrera, “lenta pero progresivamente se ha ido pasando de la fiesta del Niño y de los niños a la fiesta de los adultos, de la adoración a Jesús recién nacido a la cena familiar, de la Nochebuena al pretexto comercial. Lo que quiero decir, en el fondo, es que durante toda nuestra existencia republicana la Navidad ha sido una “fiesta nacional”, pero dinámica y no unívoca, ya que su carácter “sagrado” se ha secularizado, elocuente expresión, a nivel micro, del curso macro y general seguido por nuestra civilización cristiana occidental, si es que aún cabe concebirla y llamarla de ese modo”.
La Torre señala que con la consecución de la Independencia, la celebración de la navidad adquiere en la sociedad chilena un peso mayor al del Día de Reyes, esta última asociada al período colonial, y es muy probable que aquella coyuntura haya agregado tintes dieciocheros a esta, aunque aquello es aún materia de estudio.
“En consecuencia, es probable que el nacimiento de la República, haya sido un hito importante para que la Navidad se transformara en una fiesta religiosa importante a conmemorar a nivel nacional, aunque que como otras, también despojadas de su exclusiva celebración litúrgica para ir agregándole rasgos particulares de identidad republicana, como podría ser la fiesta de la Virgen del Carmen, por poner un ejemplo”, añade este último.