¿Por qué no soporto a mi jefe?
De repente ya no eras el mismo...Me dejaste por tu narcisismo (Monotonía, Shakira).
A raíz de la columna de la semana pasada, varias personas me escribieron para compartir sus experiencias con jefes narcisos. Uno de los comentarios más recurrentes era que si bien estos sujetos tienen -teóricamente- sus horas contadas en el nuevo mundo organizacional, la realidad parece ser más porfiada. Es cierto, los narcisos malignos se tienen que cuidar más para sortear con éxito los estudios de clima y otras auditorías que miden la felicidad o el engagement con la empresa y sus líderes. Pero no duden, ni por un instante, que hay otros estilos narcisistas que están al alza.
Por esta razón nos detendremos en una nueva variante, una que los coach y analistas Manfred Kets de Vries y Danny Miller denominaron líderes narcisistas de personalidad engañosa, sujetos cuyo sistema de creencias los impulsa a lograr el amor y la admiración de los demás… a cualquier precio.
Ojo: ya no estamos ante Vikingos que harán todo por la fama y la gloria, sino ante líderes aparentemente encantadores que, secretamente, están desesperados por el amor y el reconocimiento del mundo. ¿Cuál sería el problema de querer tantos likes? Presta atención: detrás de la apariencia socialmente sofisticada, hay un ser que genuinamente carece de seguridad afectiva y que es propenso a las hazañas para satisfacer sus ansias de reconocimiento. Además, sus arrebatos emocionales se harán notar cuando los frustren o pausen.
Son jefes, colegas, clientes o contrapartes con una fuerte tendencia a la grandilocuencia pública, a teatrales reacciones defensivas cuando son contrariados y a desproporcionados temores en privado. Para sus más cercanos, las dudas y las inseguridades de estos líderes pueden hacerlos parecer humanos al principio, pero con el andar del tiempo estos mismos sujetos evidencian que los dolores de estos líderes son guiados por una fuerte orientación transaccional. Son, en jerga silvestre, manipuladores profesionales. ¿No te diste cuenta que caíste en su trampa? Te cuento: la extrema preocupación de estos líderes por su imagen y sus propias necesidades se traduce en una nula empatía por el resto del mundo.
Y es que estos líderes saben que hay que hacer sacrificios para ganar el amor y los votos necesarios para alcanzar el reconocimiento y la adoración buscada. Oportunas sonrisas, besos estudiados, fastuosos almuerzos con clientes y abrazos a sus principales stakeholders de ser necesario. Logrado el objetivo, acabada la campaña, la máscara diplomática cae y aparece una persona que se relacionó con el mundo de una manera altamente instrumental.
A diferencia de los narcisistas malignos, estos líderes de personalidad engañosa se mueven socialmente con cautela y seleccionan meticulosamente a sus equipos. ¿Criterio de selección? Personas con conexiones que les permitan avanzar en su carrera al estrellato y sujetos no críticos que se alineen detrás de ellos. No se aceptan críticas, pues una de las grandes dificultades para estos líderes es tomar decisiones impopulares. ¿Me odiarán si tomo esa decisión? ¿Me abandonarán si no la tomo? ¿Qué hago?
Cualquier decisión que ponga en riesgo su capital político, será analizada en el equipo más cercano y sobre-analizada en privado. Aquí son muchas las parejas que sufren a puertas cerradas los interminables laberintos mentales que recorren estos sujetos para no dar ningún paso en falso. Y es que los narcisos de personalidad engañosa esconden un temor reverencial al rechazo. Y este miedo los vuelve en extremo conservadores y muy precavidos frente al riesgo.
Adam Grant, en su libro Piénsalo otra vez, sostiene que en el mundo laboral todos entramos al mindset político cuando queremos ganarnos al público. Escuchemos a este psicólogo organizacional:
“Nos convertimos en políticos e ignoramos o descartamos aquello que no nos sirve para ganarnos el favor de nuestros electores: nuestros padres, nuestros jefes o los antiguos compañeros del instituto a quienes todavía tratamos de impresionar. Estamos tan ocupados en organizar un buen espectáculo que la verdad queda olvidada entre bastidores, y la consiguiente validación de nuestros semejantes nos convierte en seres arrogantes. Somos víctimas del síndrome del pez gordo y preferimos dormirnos en los laureles antes que poner a prueba nuestras creencias”.
En la literatura psiquiátrica, esta forma de liderar personas se aproxima al narcisista hipervigilante. Y sí, estos sujetos te escucharán cuidadosamente y te prestarán la máxima atención… no porque estén genuinamente interesados en el contenido de lo que dices o en tu persona, sino porque están preparando su defensa, ya que según el psiquiatra Glenn Gabbard, estos líderes tienen una marcada “tendencia a experimentar leves desaires como ataques devastadores”. Consejo útil: estudia bien cada palabra que vayas a decir.
Ahora, más allá de este estilo en particular, para Gabbard, autor del clásico Psiquiatría Psicodinámica en la Práctica Clínica, lo verdaderamente complejo es distinguir “entre los grados saludables y patológicos de narcisismo”, pues a sus ojos vivimos en una cultura narcisista: “somos servilmente devotos de los medios de comunicación electrónicos que crecen con fuerza en imágenes superficiales e ignoran la profundidad y consistencia. Vemos el consumo de bienes materiales como el camino a la felicidad. Nuestro temor a la muerte y al envejecimiento mantiene a los cirujanos plásticos con trabajo. Nos consumimos con el encanto de la celebridad. Libros con títulos como “En busca del número uno” figuran en la lista de los más vendidos. Los deportes de competencia, el gran pasatiempo americano, nos enseñan que ser el número uno es el objetivo más importante”.
Por esta razón este doctor postulaba -ya 20 años atrás- que uno de los criterios diagnósticos que diferencia el sano amor propio del narcisismo patológico es la explotación interpersonal, algo que lamentablemente sigue siendo bastante adaptativo en la cultura empresarial, pues “lograrlo se ha vuelto más importante que los valores de compromiso, lealtad, integridad y calidez interpersonal”. ¿Ha cambiado mucho el panorama en estos últimos años? Basta escuchar, en un extremo del ring, a esos líderes que se jactan con orgullo de ser los que hacen que las cosas pasen, mientras en el otro lado del cuadrilátero, los más jóvenes reclaman no estar dispuestas a ser víctimas o cómplices de la explotadora cultura laboral.
Ahora, siendo justos, este estilo de liderazgo no es exclusivo del mundo corporativo, sino que está presente en el mundo académico, deportivo, cultural y, como no, psiquiátrico. No por nada Heidegger opinaba “que el psiquiatra necesita un psiquiatra” en referencia a Lacan. ¿Por qué dijo esto el filósofo alemán sobre el psicoanalista francés? ¿Adivinan?
La biografía de este genio del psicoanálisis -escrita por Élisabeth Roudinesco- nos muestra a un ser capaz de grandes hazañas, tanto en su vida personal como profesional, para alcanzar el éxito y reconocimiento. A Lacan le quedaba chico Francia y Europa continental y se propuso conquistar el mundo anglosajón para ganarle a los influyentes psicoanalistas estadounidenses el cetro mundial.
En su vida personal este Príncipe se casó con una mujer que le permitió acceder a los más altos círculos sociales de París, pero después de aburrirse de la vida burguesa se relacionó con una mujer que lo vinculó con las artes y la cultura. Tuvo hijos con su señora oficial y posteriormente tuvo una hija con su amante, casi de manera paralela con el menor de sus hijos oficiales. Pese a la alta complejidad de mantener dos relaciones sentimentales bastante públicas, a los problemas legales para registrar a su hija con su apellido y a los conflictos familiares desatados por su libertinaje, Lacan fue capaz de sostener esta realidad lo que más pudo, pues ambas mujeres le permitían acceder y ocupar lugares de privilegio. Un Emperador.
Y si entremedio había que coquetear con una periodista para aparecer en los medios, no vacilaba en ser extremadamente seductor. Esta actitud, en el terreno profesional, le permitía un día apoyar una causa o a una persona y al tiempo rechazarla. Según Roudinesco, a Lacan le gustaba codearse con las lumbreras de las artes, la filosofía y el psicoanálisis y podía amar y denigrar a la vez a sus máximos exponentes, forjando complejas y contradictorias relaciones. Podía entablar diálogos con Heidegger cuando su nazismo era cuestionado, atacar las bases de la técnica psicoanalítica y después decir lo contrario, o criticar el chauvinismo francés para después alabarlo. ¿Su relación con Freud? A ratos era su máximo denigrador, en otros su heredero y como no, su renovador. ¿Visitamos a Jung? Y con todo, avanzaba. Y triunfaba.
Esta estrella del psicoanálisis disfrutaba los escenarios, las discusiones y las copuchas académicas, políticas y sociales, pero no toleraba bien las críticas, por lo que pasaba temporadas donde, frente a cuestionamientos, se sentía traicionado y excluido. No soportaba sentirse abandonado por sus discípulos más cercanos, pero tampoco admitía que terceros los criticaran. ¿Su relación con las instituciones? Atacaba a las que quería pertenecer, se reía en público de sus valores -que privadamente respetaba- y criticaba a sus representantes, a quienes posteriormente se acercaba. ¿Quién dijo que me contradigo?
En este contexto, Françoise Dolto, psicoanalista francesa dedicada a los niños, fue tal vez una de las mujeres que mejor comprendió y acogió a este genio francés. Para sorpresa de muchas y muchos, en esta relación no hubo seducción ni manipulación, sino una admiración recíproca y una linda amistad. ¿Cómo llegó Dolto a establecer tan buen vínculo con Lacan? Básicamente, tomando la misma postura que tenía con los niños que atendía: no escuchaba las palabrerías del adulto, sino las emociones del niño. Escuchemos a Roudinesco: “el papel principal del psicoanalista, frente al adulto neurótico, era comprenderlo más allá de su lenguaje tomado del mundo de los adultos, para devolverle el lenguaje de su edad de desarrollo real. Fue a ese discurso al que Lacan se mostró tan sensible”.
A Lacan le encantaba conversar con Dolto y a ella le llamaba la atención que este Emperador del psicoanálisis hablara tan poco de su infancia, de sus padres y de sus orígenes y que fuera “tan torpe en sus gestos cotidianos, tan inquieto de su imagen y tan obsesionado por su aspecto exterior. Por qué necesitaba tanto disfrazarse, frecuentar los bailes de máscaras o exhibir extravagantes atuendos”.
Para esta analista francesa, el comportamiento lúdico de Lacan servía para tapar un profundo vacío, pues a sus ojos, este excéntrico adulto “se parecía a un niño narcisista y caprichoso al que le había faltado, en su primera infancia, algo esencial”.
Continuará…
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