¿Qué tienen en común la poesía y la innovación? (Spoiler: a ninguna de las dos le importa tu corazoncito)
Muchos años atrás, aún joven, me inscribí en un taller literario creyendo que allí me enseñarían a vivir de la escritura. A pesar de mi obvia ingenuidad tenía claro que sin importar lo que aprendiera, nada de ello sería de utilidad fuera del universo de las letras, en el “mundo real”.
Resulta que también estaba equivocado en eso.
Y es que siempre estamos contando una historia: tras cada solicitud, negociación o pitch hay un relato, sea que estemos vendiendo seguros, consiguiendo lectores o buscando financiamiento para nuestra start-up. Un error común al momento de contar esa historia es creer que aquello que nos conmueve suscitará la misma emoción en quien nos oye; así, pensamos que nuestro poema del niño en el parque también le recordará al lector su propia infancia, o que aquel párrafo con una anécdota doméstica también evocará su casa materna. El taller literario resumía el desengaño que traía esta enseñanza con la frase “a la poesía no le importa tu corazoncito”.
En la innovación de base científica, a menudo nos encontramos con investigadores que, motivados por su curiosidad o buscando resolver problemas concretos, obtienen resultados trascendentales para su disciplina. Con esta tecnología bajo el brazo, comienzan el largo y doloroso camino de encuentros con potenciales clientes, aliados, inversionistas, proveedores y autoridades, relatando una y otra vez la historia que creen pertinente: cómo llegaron a la tecnología, la solidez de la ciencia que la respalda y los problemas técnicos que resuelve.
En ese proceso, de vez en cuando añadirán alguna anécdota que refleje los largos años de esfuerzo y dedicación que hay detrás de esos resultados. Pero si a la poesía no le importa tu corazoncito, menos aún a la innovación. Entonces se dan cuenta que la solución que desarrollaron no es tal, y lo que parecía el final de un recorrido de años de investigación, es sólo un recodo en el incierto viaje para transformar esa ciencia en innovación.
Ese recorrido requiere del apoyo sistemático y metodológico de especialistas que permitan entender, por ejemplo, por qué alguien usaría la solución que se propone, cuál es el problema real que se quiere resolver, o quién es mi competencia.
Son aspectos que parecen evidentes. Pero no lo son para un investigador que, al ser consultado por el valor de su tecnología, menciona que luego de haber invertido décadas de su vida ha logrado demostrar que “... la molécula BIRCL4 es un mimético de proteínas inhibidoras de apoptosis que bloquean a los últimos efectores de la vía caspasas 9 y 3…” (ejemplo ficticio, por supuesto). Una traducción para legos en ciencia sería algo así como “una molécula que previene la caída del cabello”, frase que describe claramente lo que la tecnología hace (sus características), pero no para qué se usaría (sus beneficios), ni menos aún por qué se usaría (su valor).
Esa distinción, en apariencia bizantina, impacta en aspectos claves para que ese resultado científico efectivamente llegue a la sociedad, tales como determinar cuál es el mercado y contra quién competimos. En el caso mencionado, al centrarnos en lo que la tecnología hace (evitar la caída del cabello), el mercado será el mundo farmacéutico y probablemente identificaremos a Pfizer o Roche como nuestros competidores. Al centrarnos en su valor, es decir, los motivos por los cuales el cliente está dispuesto a adquirir la tecnología, las cosas pueden variar significativamente. Así, si la respuesta es “quiero tener más pelo para verme más guapo”, la competencia podría ser el gremio de cirujanos plásticos. Distinto es “quiero tener más pelo, para tener una cita”, en cuyo caso la competencia será Tinder.
Caricaturas aparte, el ser capaces de ver las cosas desde la perspectiva del cliente nos permite mejorar las posibilidades de que las tecnologías surgidas de largos proyectos de I+D, habitualmente a costas del erario público, puedan convertirse en mejoras concretas para la vida de las personas, lo que redunda en una mejor valoración de la labor del científico y la ciencia por parte de la sociedad.
Para redondear la analogía, son estos impactos concretos los que permiten a la ciencia construir un relato común con la comunidad y convertirse en una sociedad basada en el conocimiento.
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