Columna de Gabriel Negretto: ¿Hacia dónde reformar el presidencialismo?
La mejor reforma que indica la experiencia comparada debería concentrarse en unos pocos puntos clave: reducir los poderes legislativos del Presidente y fortalecer las capacidades de producción de leyes de la legislatura, mantener o incrementar controles judiciales sobre actos del ejecutivo, y generar una mayor congruencia representativa entre presidencia y Congreso.
Desde mediados de los años ochenta, la reforma del presidencialismo ha sido un debate constante en todo proceso de reemplazo constitucional en América Latina. Chile no es una excepción. Y con razón, pues existe una larga letanía de deficiencias que generan los regímenes presidenciales. Sin embargo, pasar a un régimen parlamentario o semi-presidencial es inviable políticamente o indeseable institucionalmente. Tampoco es buena idea tomar al azar retazos de otros regímenes y reducir ciertos poderes presidenciales para fortalecer otros, como se ha hecho en la mayor parte de las reformas constitucionales que han ocurrido en la región. Estos cambios no han superado los defectos del sistema, y en general los han empeorado. La mejor reforma que indica la experiencia comparada debería concentrarse en unos pocos puntos clave: reducir los poderes legislativos del Presidente y fortalecer las capacidades de producción de leyes de la legislatura, mantener o incrementar controles judiciales sobre actos del ejecutivo, y generar una mayor congruencia representativa entre presidencia y Congreso.
Para pasar a un régimen parlamentario que funcione de manera adecuada se debe eliminar la institución presidencial o convertirla en una jefatura de estado con poderes puramente simbólicos. Transitar hacia un régimen semi-presidencial que resuelva los problemas del presidencialismo requiere mantener un presidente con poderes muy acotados de co-gobierno y que el liderazgo del gabinete y la relación con la legislatura recaiga fundamentalmente en el jefe de gobierno parlamentario. Ambos sistemas necesitan, a su vez, de partidos fuertes y disciplinados y sistemas de partidos institucionalizados con bajos o moderados niveles de fragmentación. Pareciera llamativo que a pesar de los debates que se han tenido en América Latina sobre estos cambios durante los últimos 40 años, ningún país en la región haya adoptado un régimen parlamentario o semi-presidencial. Pero tiene sentido.
Una razón es que sustituir el régimen presidencial fue inviable políticamente. Lo rechazaron las elites políticas, por la incertidumbre que generaría implementar sistemas que no se conocen y de los cuales no hay referentes cercanos y comparables; y también las mayorías populares, por el poco atractivo que ha tenido desaparecer o debilitar la presidencia en contextos donde las legislaturas son las instituciones representativas que menos confianza generan en la ciudadanía. Y por suerte fue así. Las propuestas que más avanzaron fueron las de crear un régimen semi-presidencial (en Brasil y Argentina a mediados de los años 80) en las que el presidente tendría enormes poderes legislativos. Una presidencia de este tipo, en países con partidos débiles y con sistemas partidarios fragmentados, hubiese sido una invitación para la confrontación y el conflicto permanente entre el presidente y el primer ministro. En otras palabras, aún si fuera viable políticamente reemplazar al régimen presidencial por uno parlamentario o mixto, éstos requieren de condiciones institucionales adecuadas que no han estado presentes.
Ahora bien, en lugar de pasar a un régimen parlamentario o uno semi-presidencial, lo que sí se ha hecho en América Latina es adoptar diseños híbridos. Se le han restado poderes al presidente en materia de gobierno por medio de mecanismos cuasi-parlamentarios como las mociones de censura, mientras se le mantuvieron o reforzaron sus poderes legislativos, para hacer frente a contextos partidarios fragmentados. Los mecanismos de control legislativo sobre el gobierno han sido inoperantes (cuando se establecieron condiciones restrictivas para su uso) o han obstaculizado la gobernabilidad (cuando se permitió su uso bajo condiciones más permisivas). Argentina después de la reforma de 1994 y Ecuador hasta la constitución de 1998 ejemplifican estas situaciones. Por otra parte, el fortalecimiento de los poderes legislativos del presidente dio como resultado un sistema donde si bien es posible adoptar decisiones en circunstancias críticas, éstas son discrecionales, poco deliberadas e inestables.
La evidencia comparada indica que en materia de reforma del régimen presidencial es preciso tomar en cuenta el punto de partida e introducir pocos cambios, pero certeros. Los regímenes presidenciales funcionan mejor cuando los poderes legislativos del presidente son acotados y la tarea legislativa queda principalmente en manos del congreso. El legado institucional de Chile señala en este sentido un camino muy claro. El presidente chileno tiene atribuciones excesivas en materia de iniciativa legal en tanto que las mayorías legislativas enfrentan numerosas restricciones. También es deseable que la presidencia y el congreso funcionen de manera cooperativa ante las demandas de política pública, para lo cual es preciso que tengan una representación congruente. Un sistema de elección presidencial por mayoría absoluta con una elección legislativa en la primera vuelta, como existe en Chile, no favorece esta cooperación. Una medida sencilla para inducirla es disminuir el umbral de votos para ganar la presidencia, que se elija la legislatura conjuntamente con la posible segunda vuelta de la elección presidencial, o ambas cosas. Por último, es importante que los poderes reglamentarios y normativos del presidente estén sujetos a estrictos controles judiciales. Chile cuenta con una Contraloría y un Tribunal Constitucional cuyos poderes de control de legalidad y constitucionalidad sobre los actos de la administración deben mantenerse. Pero es deseable que el control de constitucionalidad deje de ser un instrumento para obstaculizar las decisiones de las mayorías legislativas (como se pensó desde la constitución de 1980) y se fortalezca en cambio como mecanismo de supervisión sobre actos del ejecutivo
Es quizás desafortunado, aunque explicable históricamente, que nuestros padres fundadores hayan elegido al régimen presidencial como armazón institucional de nuestras repúblicas. Este régimen es inadecuado para producir cambios legislativos en contextos socioeconómicos que requieren reformas constantes, tiene sesgos anti-mayoritarios, carece de una instancia de decisión política imparcial en situaciones de crisis, y genera lógicas contrapuestas y potencialmente conflictivas de representación democrática en el ejecutivo y el legislativo. Pero es extremadamente difícil o imposible reemplazarlo por otro sistema que funcione bajo condiciones adecuadas, promueva gobernabilidad y genere adhesión social en el tiempo. Lo mejor es conservar el sistema que conocemos intentando que opere de la manera más cooperativa y beneficiosa posible para los representantes políticos y la ciudadanía.