La OEA saca las garras
En los últimos tiempos, la actitud justificadamente beligerante del secretario general había contribuido a devolverle cierto honor a la organización después de tantos años en los que la OEA pareció la "celestina" del chavismo.
El martes pasado se logró reunir 19 votos en la Organización de Estados Americanos para adoptar una resolución condenatoria contra Venezuela, que es también el inicio del tortuoso proceso para suspender la participación de la dictadura en el organismo interamericano.
La iniciativa había partido del Grupo de Lima y Estados Unidos, y en los debates que acompañaron el espinoso asunto durante la Asamblea General, se pudo notar, gracias a intervenciones de alto voltaje como la del canciller chileno, Roberto Ampuero, un clima muy distinto del que se dio en años anteriores. Lo que transmitió la reunión de la OEA fue una sensación de urgencia, de situación límite, que no se había notado en otras ocasiones. Es cierto que desde hace ya algún tiempo ciertos países ponen, en el seno de la OEA, un acento en la tragedia venezolana, pero dado el sistema de representación que allí impera y por tanto las adversas matemáticas, se trataba de casos aislados que nunca llegaban a proyectar una imagen de continente solidario con los venezolanos, de hemisferio comprometido con la suerte de aquel país. En los últimos tiempos, la actitud justificadamente beligerante del secretario general había contribuido a devolverle cierto honor a la organización después de tantos años en los que la OEA pareció la "celestina" del chavismo, pero no era suficiente porque para tomar decisiones hacía falta un número de votos que brillaban por su ausencia.
Esta es, en gran medida, la razón por la que el Grupo de Lima vio la luz. Con una OEA dedicada a cumplir su papel y más respetuosa de su propio mandato, el Grupo de Lima no habría tenido razón de ser. Esa mini-OEA u OEA informal surgió porque en los largos 20 años del régimen chavista, que desmontó la democracia desde el poder al que había llegado gracias a ella, no fue posible lograr que hubiera un número suficiente de países capaces de adoptar decisiones en defensa de la libertad de Venezuela. Ello, a pesar de que había instrumentos para justificar una intervención diplomática severa, desde la Carta Fundacional hasta la Carta Democrática Interamericana, por mencionar solo a dos.
Una ironía implícita en este baldón que llevará la OEA a cuestas para siempre es que el segundo de los instrumentos mencionados había nacido a raíz de la transición democrática peruana, en 2001, para actualizar y robustecer su mandato de proteger la democracia en toda la región. Como la Carta Fundacional, según queda en evidencia en el artículo 9, reflejaba los tiempos en que se asociaba a las dictaduras con el derrocamiento de gobiernos democráticos y no con la destrucción del estado de derecho desde el propio poder a manos de gobiernos elegidos, se pretendía, con ese nuevo instrumento jurídico que ampliaba el abanico de amenazas al sistema democrático, impedir que el ejemplo de Fujimori cundiera por el continente. Pero, durante varios años, la realidad pudo más que la letra de estos instrumentos del derecho internacional. ¿Qué realidad? La de un hemisferio con muchos gobiernos populistas de izquierda, tanto en versión democrática como autoritaria, y una poderosa chequera que Caracas utilizó para sobornar la política exterior de islas caribeñas.
Lo ocurrido el martes pasado, cuando la OEA, con una mayoría de 19 países, aprobó la resolución contra la dictadura venezolana, es el inicio de un proceso que pretende acercar la realidad lo más posible a la letra después de un divorcio de muchos años. La Carta Democrática Interamericana prevé, en sus artículos 20 y 21, mecanismos muy específicos para que este organismo se inmiscuya en los asuntos internos de cualquier país cuyo un gobierno destruya la democracia, hasta llegar al más extremo: su suspensión como miembro. Lo que se votó el martes no fue la suspensión sino una resolución condenatoria en la que se rechaza frontalmente la mascarada electoral del 20 de mayo en la que Nicolás Maduro se hizo reelegir, se exige el restablecimiento de la autoridad de la Asamblea Nacional y se pide taxativamente el ingreso de ayuda humanitaria que hasta ahora Maduro ha rechazado. Pero la resolución, al hablar de la ruptura del orden constitucional, apunta a la suspensión de Venezuela, algo que requiere, primero, que el Consejo Permanente convoque una Asamblea General extraordinaria y, luego, que en ella haya por lo menos 24 votos a favor. A juzgar por los 19 votos a favor de la resolución, las 11 abstenciones y los cuatro votos en contra, todavía no los hay. Si se mira bien la composición de esos tres bloques, sin embargo, también es evidente que nunca estuvo la OEA más cerca de aprobar la suspensión y que hay, ahora sí, ciertas probabilidades de lograrlo.
Sólo cuatro países se opusieron a esta resolución hostil a la dictadura; como uno de ellos fue el venezolano, Caracas contó con solo tres melancólicos aliados: Bolivia, Dominica y San Vicente. Las ausencias, en esta lista, queman los ojos. No me refiero a que los países hasta hace poco pertenecientes al bloque populista autoritario ya no lo son, sino a que incluso varios gobiernos simpatizantes de Caracas se abstuvieron. Entre ellos, Nicaragua, hoy muchísimo más cerca de la dictadura que de la democracia; El Salvador, una democracia con un gobierno de izquierda, y Uruguay, donde el Frente Amplio tradicionalmente se alineaba con el chavismo a pesar de no practicar las mismas políticas en casa. También merece una mención Ecuador, donde el gobierno de Lenín Moreno, que a pesar de haberse alejado explícitamente de la herencia ponzoñosa de Rafael Correa sigue manteniendo un discurso de izquierda en áreas como la política exterior, suele tratar a Caracas con guantes de seda.
Pero quizá más elocuente aun respecto del cambio que se está produciendo en la OEA sea el hecho de que las abstenciones mencionadas se produjeron ante una resolución impulsada en parte por el "cuco", Estados Unidos. Y no precisamente un Estados Unidos gobernado por el ala bienpensante del Partido Democrático sino por… ¡Donald Trump!
Dicho esto, ¿hay posibilidades reales de conseguir 24 votos, es decir de lograr que algunas de esas 11 abstenciones se sumen a la mayoría clara para la suspensión de Venezuela o, en un escenario todavía más sorprendente, que algunos de los que votaron en contra modifiquen su postura? Si las hay, ellas dependerán de dos factores: la capacidad de Washington de compensar en términos políticos y económicos lo que algunos de esos países pierden alejándose de Venezuela y la presión que desde el interior puedan ejercer sobre esos gobiernos los sectores de la oposición y la sociedad civil que no quieran ver a su país dar la espalda a los demócratas venezolanos.
Digo que hay dos factores, pero quizá haya también un tercero: la espeluznante aceleración del deterioro venezolano. Tal vez el drama humanitario en que se ha convertido la economía política de ese país, del que tenemos noticias abracadabrantes todos los días, despierte la conciencia de los pocos gobiernos que faltan para sumar 24 votos... o al menos su sentido de la vergüenza. No olvidemos que hablamos de un país del que emigran, desesperados, cientos, miles, de personas todos los días, en el que no hay ya medicinas ni alimentos suficientes, y donde las perspectivas son aún peores que el angustioso presente. La economía venezolana se ha encogido casi 50% en cinco años y la inflación de 2018 será alrededor de 14.000%. Nadie que no haya vivido bajo una hiperinflación y un colapso del aparato productivo puede saber el horror que esto significa para la vida diaria.
Nicolás Maduro, mientras tanto, maniobra, con asesoría cubana, para neutralizar a la comunidad internacional. Inspirándose en el viejo recurso de los hermanos Castro, que utilizaron a los presos políticos como moneda de cambio o peón táctico cada vez que la presión externa lo hizo necesario a lo largo de décadas, Maduro ha liberado a algunas decenas de venezolanos que estaban en la cárcel. Este gesto perfectamente calculado dará una cobertura oportuna a quienes llevan algún tiempo promoviendo un "diálogo" entre Maduro y la oposición para volver a la carga con esta propuesta que carece de toda viabilidad en las circunstancias actuales. Y podría también suministrar a los países que se abstuvieron en la votación de la OEA la dispensa para no sumarse a quienes apoyen, si la Asamblea General extraordinaria llega a convocarse, la suspensión de Venezuela.
De las 78 personas a las que Maduro soltó esta semana, solo 40 eran presos políticos; los otros 38 eran presos comunes. Apenas dos obtuvieron una libertad plena, entre ellos un joven de 16 años, pues los demás sufrirán toda clase de restricciones y seguirán sometidos a procesos judiciales kafkianos que los obligarán a presentarse cada cierto número de días ante autoridades que están muy lejos de sus lugares de residencia. Entre otras cosas, ninguno de ellos podrá hablar con los medios de comunicación, viajar a otro estado sin permiso o salir del país.
Bajo la dictadura de Venezuela, como ocurría cuando los Castro liberaban de tanto en tanto presos políticos en la isla, la liberación de algunos viene acompañada del encarcelamiento de otros, puerta giratoria que en la práctica mantiene las cárceles bien nutridas de adversarios reales o potenciales. Más de 12 mil venezolanos han sido llevados a la cárcel desde 2014. En este momento son 237 los civiles y 77 los militares que se encuentran en esa situación por razones políticas.
Pero Maduro sabe que para lo que necesita, que es simplemente suministrar pretextos a los compañeros de ruta externos, los gestos recientes bastan. Allí están, de nuevo, gentes como el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero llamando a la oposición a negociar con el mismo Maduro que ha convertido los anteriores intentos de diálogo en una astracanada.
Aún así, la buena noticia de esta semana no debe dejar de ser celebrada. La OEA va avanzando, poco a poco, hacia el cierre de la brecha entre su letra y la realidad que tanto daño ha hecho a lo largo de muchos años a la causa democrática latinoamericana. Hace apenas tres o cuatro años, hubiera sido impensable una resolución como la aprobada con el voto de 19 países esta semana y que se pusiera en marcha una dinámica que apunta, en algún momento no demasiado lejano, a la suspensión de Venezuela como miembro participante en dicho organismo.
La comunidad internacional, empezando por la latinoamericana, no estuvo a la altura del desafío venezolano desde que el chavismo inició el derribo de las instituciones democráticas que le permitieron llegar al poder. Lo ocurrido esta semana no cancela esa infausta verdad, pero al menos permite empezar a resarcir moralmente a las víctimas de ese crudelísimo régimen. No bastará, ni mucho menos, para derrocar a Maduro, pero le elevará considerablemente el costo de perseverar.
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