Columna de Ascanio Cavallo: El arte de controlar la amenaza

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El Presidente no tiene contrapeso por ahora y los futuros contrincantes no han decidido si buscarán ponerse a su sombra o si ejercerán, como se decía en otra época, alguna forma de "apoyo crítico", que siempre termina inclinado a lo último.



En la segunda semana de su instalación, el gobierno empieza a enfrentar su primera disyuntiva: el programa o los acuerdos. No tendría que ser una encrucijada muy dramática, porque el Presidente Piñera viene insistiendo, por lo menos desde la campaña de segunda vuelta, que quiere recuperar el espíritu de los grandes acuerdos de los 90, una idea que por sí misma eriza los pelos -más púberes o más añosos- del Frente Amplio, incluso de aquellos que no saben de qué se trató.

Su primer discurso tras la investidura incluyó una convocatoria "especialmente a los parlamentarios" para construir cinco acuerdos nacionales, el primero de los cuales, una política nacional de infancia, tuvo una inmediata buena recepción. Pero es que para estar en contra de un acuerdo sobre los niños del Sename hay que ser un desalmado, vaya qué reto. Hasta el Twitter-gatillo de Gabriel Boric se puso a disposición. Otra música es un acuerdo sobre La Araucanía. ¿O es que el gobierno de Piñera va a escuchar ahora al intendente que la ex Presidenta no quiso oír, el nuevo senador Francisco Huenchumilla?

Por si faltara alguna confirmación, el ministro secretario general de la Presidencia, Gonzalo Blumel, ha dicho a quien lo quiera atender, con la misma cara de joven bienintencionado, que tiene la instrucción de construir consensos en todo aquello en que sea posible.

Por ahora, se trata sólo de una expresión de deseos. Su lado pragmático radica en buscar una salida para la distribución del Parlamento, donde no se expresó la contundente mayoría que Piñera obtuvo en la elección presidencial, sino la ensalada de un sistema multinominal. En el Senado, al gobierno le faltan tres votos para conseguir la mayoría simple, y en la Cámara de Diputados, cinco. Para los proyectos de quórum calificado la distancia en diputados se mueve entre 16 y 31. De modo que no hay ningún escenario fácil: sin un mínimo grado de acuerdo con algún grupo de la fragmentada oposición no podrá sacar nada adelante.

Hay un sector de Chile Vamos que piensa que, ante el panorama enredoso que se presenta en el Congreso, el gobierno debe concentrarse en realizar su propio programa, ejerciendo la contundente mayoría que consiguió el Presidente, la tercera más abultada desde la restauración democrática. Esto es lo mismo que la Nueva Mayoría le recetó a la ex Presidenta Bachelet, que tuvo su paroxismo con la ya ultratrajinada imagen de la retroexcavadora y los resultados conocidos. En el sector de Chile Vamos que piensa de esta manera se agrupan quienes creen que los acuerdos tienden siempre a la claudicación junto con los que estiman que el tipo de oposición que ha llegado al Parlamento será puramente obstruccionista y no vale la pena desgastarse con ella.

Naturalmente, ninguna de las dos posiciones es "pura" y ambas esgrimen tanto motivos doctrinarios como razonamientos pragmáticos. Lo que les es común es cierta perplejidad ante un Parlamento que asumió con semblante hostil después de una campaña electoral que adquirió una singular acritud en su último tramo, a pesar de que el adversario de Piñera caminaba en forma inequívoca hacia la derrota. La fuerte movilización de la derecha en diciembre produjo en la izquierda el peor de los enojos de la política, el de la impotencia.

Este es el costo de polarizar las campañas, como hizo la derecha en la recta final. Consiguió el objetivo, pero ahora necesita gobernar. Y el Presidente, madurado más por los años que por los golpes, quiere crear un clima de acuerdos.

El gobierno puede lograr que los ministros subordinen sus posiciones personales, especialmente si ellas son muy fuertes y conocidas; es lo que mostró el ministro Gerardo Varela en su primera comparecencia ante la Comisión de Educación de la Cámara, primer y más notorio obediente de las instrucciones presidenciales. Las personas son prisioneras de sus palabras, pero la política no es tan exigente. En cambio, es difícil que en el Congreso pueda contener a sus elementos más doctrinaristas. Y, en verdad, tampoco es necesario, excepto cuando haya que armar la fila.

La otra cuestión presente en el debate interno es cómo va a tratar el oficialismo a la oposición y, dentro de ella, a la parte que integró y se identifica con el segundo gobierno de Michelle Bachelet.

Desde luego, está disponible la posibilidad de aprovechar el cúmulo de desprolijidades del último mes de ese gobierno, una línea sugerida por el carpetazo que dio el ministro Chadwick al proyecto de Constitución enviado al Congreso por la ex Presidenta.

Esa dirección interesa mucho a los que están pensando en una candidatura sucesoria para el 2022, que desearían que la devastación de la centroizquierda sea lo más perdurable posible. Se tiende a olvidar, entre esta gente, que aquel fue un fenómeno autoinferido, en el que poco o nada tuvo que ver Chile Vamos; el senador Guillier está simbolizando esa situación, con su libérrima conducta de revancha y exigencia.

La otra posibilidad es cerrar en un silencio de conveniencia lo que fue el gobierno anterior, anular por vía administrativa las cosas que dejó pendientes y olvidar las intentonas de última hora, en aras de evitar que la Nueva Mayoría vuelva a existir sólo para defenderse. Hay congresistas importantes de la centroizquierda que sufrieron con el rumbo torpe del gobierno terminado, pero que no están disponibles para condenarlo antes de lo que diga la historia. La política es también el arte de controlar la amenaza.

El Presidente ha dado muchas señales de querer seguir este último rumbo y es seguro que sabe que algunos de sus colaboradores estarían más bien por el otro. En estos primeros cien días -por fijar un plazo-, la verdadera tensión no estará en las calles, sino en el seno del mismo gobierno.

El Presidente no tiene contrapeso por ahora y los futuros contrincantes no han decidido si buscarán ponerse a su sombra o si ejercerán, como se decía en otra época, alguna forma de "apoyo crítico", que siempre termina inclinado a lo último. El Presidente manda sin ninguna duda y al ministro Blumel le toca ajustar sus expectativas a la realidad del Parlamento, que en estos mismos cien días mostrará dónde están las hegemonías y quiénes las ejercen. El Presidente… en fin.

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