Columna de Ascanio Cavallo: El error de cola larga
La lucha por la eminencia del Estado lleva varios siglos, no la resolverán Piñera ni el debate presupuestario. Pero, por ahora, este gobierno se enfrenta con una oposición que interpreta lo que ha pasado de manera tumultuosa y le pide que gaste más y más, porque en una de esas gana las próximas elecciones.
Hoy por hoy, la chilena debe ser la única oposición del mundo que le exige al gobierno que gaste más, y no menos. Por regla general, la tarea de las oposiciones es evitar que el gobierno gaste recursos que se pueden convertir en votos; y puede agregar gritando, como se hace a menudo, que hay despilfarro de recursos públicos. Hace 30 años, cuando Pinochet se puso a gastar antes del plebiscito de 1988, la naciente Concertación lo denunció con fuerza, aunque sin éxito, pero al menos tuvo a alguien a quien culpar de la inflación con que se restauró la democracia.
Ahora es al revés: la oposición le reclama al gobierno que reponga gastos que la administración querría cortar. Para ser enteramente justos, hay que decir que la oposición elige sus objetivos y cautela principalmente los gastos de los sectores que identifica como parte de su clientela cautiva. Y también es verdad que esto es tan obvio, que el gobierno puede jugar al queso y el ratón todo lo que se le dé la gana.
Esto no cambia lo esencial: la oposición no quiere un Estado más chico y si estuviera en el poder es probable que trataría de seguir agrandándolo. Algunos de sus grupos -como el Frente Amplio- están más preocupados de reducir gastos simbólicos, como el del Parlamento, que no mueve un centímetro la aguja del presupuesto fiscal; y, lo que puede ser peor, parecen creer que si se bajan las dietas recuperarán el prestigio popular. Por supuesto que están en su derecho de creer que ese es el centro del problema. Como detectó ya en los 60 Lira Massi, el Congreso tiende a operar como una cueva, donde la gente solo ve sus propias sombras. Punto aparte.
La izquierda tiene una tradición de fe viciosa en el Estado, a pesar de que ya hay una demostración empírica de que los estados mal llamados "socialistas" quebraron a sus pueblos y Venezuela lo sigue confirmando día por día. Esa fe fue atemperada en Chile por una generación de economistas que sabía que ni tanto ni tan poco. Que habiendo recibido una economía abierta con visos de éxito, habría sido un contrasentido dedicarse a cerrarla. Que el dirigismo estatal sobre la moneda y otras variables similares equivale a luchar contra el viento. Y que –last but not least- los países no pueden gastar lo que desean sino lo producen.
¿Qué pasó? ¿Se murieron esos economistas? ¿Se terminaron los expertos?
No. En parte, gracias a que aún existen las cosas no han estado peores. Lo que pasó fue la crisis global del 2008, la que algunos llaman "subprime", "Lehman Brothers" o "burbuja inmobiliaria", según el énfasis en la causa, y que el consenso académico ya identifica como la peor catástrofe financiera desde la Gran Depresión de los 30.
Esa crisis se produjo en las postrimerías del primer gobierno de Bachelet y sus secuelas afectaron al primer gobierno de Piñera. En su cola corta, motivó el movimiento de los "indignados" en Europa, la "Primavera Árabe" en el norte de África (mucho más que las redes sociales, por supuesto), el auge del "socialismo del siglo XXI" en Sudamérica y en Chile, más modestamente, las movilizaciones estudiantiles contra el lucro. Todo junto, en el mismo 2011.
En lugar de confirmar el carácter cíclico y schumpeteriano del capitalismo, alguna izquierda creyó divisar la soñada agonía del capitalismo. Adiós Von Hayek, bienvenido Keynes. Y la centroizquierda, desconcertada, tendió a pensar que, en efecto, era hora de que el Estado viniera a hacerse cargo de problemas sociales difíciles y estructurales. El discurso contra la pobreza cedió paso ante al discurso contra la desigualdad. La Concertación dejó paso a la Nueva Mayoría. Bachelet 1 dejó paso a Bachelet 2. Mario Marcel dejó paso a Alberto Arenas.
Todo está ligado, todo es continuum. El caso es el que el capitalismo se repuso, con normas nuevas como siempre lo hace, y el mundo volvió a ser lo que era, con las exigencias propias de una nueva ola, pero lejos de cualquier apetito refundacional. Por ejemplo: en España, Podemos creció con la espuma de los "indignados", llegó hasta cerca del 30% y de ahí en más, ha tenido que luchar con denuedo para mantenerse arriba, aunque no tanto como para que el PSOE lo invitara a gobernar. Simplemente lo dejó afuera.
Pero en Chile, la sincronía entre la interpretación errónea de la crisis del 2008 y las elecciones del 2014 -la cola larga- destrozaron a la derecha y condujeron al gobierno "estructuralista" de Bachelet 2, que por fin debía romper el tabú de la contención del gasto fiscal. La reforma tributaria fue desastrosa no únicamente por razones tecnocráticas, sino, sobre todo, por el error de sus premisas. Las dificultades de otras reformas tienen raíces similares.
Al menos para algunos sectores de entusiasmo más épico, el gobierno de Bachelet debía ser el inicio de una larga cruzada anticapitalista (o "antineoliberal", como les gusta decir a otras personas, con confusión ignorada o deliberada), digamos unos 30 años que dejaran a la sociedad chilena irreconociblemente renovada. Quizás para la Presidenta, que no puso tanto empeño en su sucesión, la cosa era más humilde y solo se trataba de "correr el cerco".
El resultado es que Chile no ha recuperado la regla del déficit estructural (creada por uno de los propios ministros de Bachelet), elevó el gasto fiscal más que nunca en 50 años y el Estado se pobló de empleos precarios, con su ilegal e ilícito gusto por los honorarios. La regla, el gasto y los empleos no tienen solo una importancia intrínseca, sino también asociativa: representan la conciencia de un país que no puede proveer más de lo que tiene, aunque puede hacer mucho más que antes y aún más en el futuro… siempre que tenga.
El error de interpretación sobre el 2008 está en la base de la debacle de la izquierda en Sudamérica, y de las frustraciones de Bachelet 2. Ese desastre se completa con la idea de un Estado beatífico, generoso, lleno de funcionarios franciscanos, siempre superior a la mezquindad de los individuos. La capacidad agresora del Estado está olvidada. Y los funcionarios franciscanos no se han hecho presentes en Argentina, Brasil, Perú, Ecuador, en fin: en ningún lugar.
La lucha por la eminencia del Estado lleva varios siglos, no la resolverán Piñera ni el debate presupuestario. Pero, por ahora, este gobierno se enfrenta con una oposición que interpreta lo que ha pasado de manera tumultuosa y le pide que gaste más y más, porque en una de esas gana las próximas elecciones. En una de esas.
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