Columna de Álvaro Vargas Llosa: El caso Alan García

Alan-García
Foto: AFP

A García se lo está investigando por dos cosas. Una son los sobornos que pagó Odebrecht a funcionarios de su gobierno, la otra tiene que ver con esa y otras empresas concesionarias que lo contrataron para dar conferencias después de dejar el poder en 2011.


Hace pocos días, entre gallos y medianoche y en una operación con un tufillo a esa América Latina de espadones y charreteras de los años 50 que produjo libros memorables como Entre la libertad y el miedo, de Germán Arciniegas, el expresidente del Perú Alan García se introdujo en la embajada del Uruguay en Lima para solicitar el asilo diplomático. En una carta dirigida al Presidente Tabaré Vázquez, alegó muchas cosas que se resumen en dos acusaciones con vasos comunicantes entre sí. Una apunta al avasallamiento de las instituciones democráticas por parte del gobierno de Martín Vizcarra y la otra, a la ausencia de un debido proceso y garantías en las investigaciones de que es objeto el expresidente a pesar de sus reiteradas demostraciones de colaboración con ellas.

¿Debe Tabaré Vázquez concederle el asilo diplomático al embarazoso huésped de su legación en Lima?

El Perú es uno de los muchos países en los que, según abundantes testimonios y documentos, empresas brasileñas sobornaron a dirigentes políticos y financiaron sus campañas electorales. Todo esto es materia de investigación por parte de un equipo especializado de la fiscalía y ha sido objeto de medidas procesales por parte de algunos jueces, pero todavía no se ha llegado a la fase de los juicios. Entre los investigados están varios expresidentes y dirigentes de organizaciones políticas. La perínclita lista incluye a Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Alan García, Pedro Pablo Kuczynski y Keiko Fujimori, entre otras personas.

A Alan García se lo está investigando por dos cosas. Una tiene que ver con los sobornos que pagó Odebrecht a funcionarios de su gobierno, incluido un viceministro, por la concesión de la Línea 1 del Metro de Lima. Lo que quieren determinar los investigadores es si esos sobornos, o parte de ellos, estaban destinados a él y si el expresidente intervino indebidamente en la adjudicación de la obra. El otro asunto, umbilicalmente relacionado con este pero los separo para facilitar la comprensión, también tiene que ver con Odebrecht y, potencialmente, otras empresas concesionarias que contrataron a Alan García para dar conferencias después de dejar el poder en 2011.

Los honorarios serían, en este caso, formas indirectas de retribuir la presunta intervención de García para favorecerlas siendo presidente. Se sabe, porque está documentado, que fue contratado para dar una conferencia por la Federación de Industrias del Estado de Sao Paulo que agremia a muchas compañías y que Odebrecht fue quien pagó los cien mil dólares de honorarios, tercerizando la transacción a través de un abogado que hacía de agente. No está claro que esto equivalga a un soborno, por supuesto; pero, dados los antecedentes de Odebrecht y los sobornos del Metro de Lima, ha levantado las cejas de los investigadores.

Hasta aquí, no hay controversia. Lo que viene después es lo que la motiva. Me refiero a las medidas procesales que están solicitando los fiscales a jueces de primera instancia y que ellos están en muchos casos concediendo. Como lo he referido en estas páginas antes, la actuación del sistema jurisdiccional peruano está inspirada en "Mani Pulite", es decir los procesos anticorrupción de la Italia de los años 90, y "Lava Jato", los conocidos procesos brasileños. Me refiero al uso de tres métodos para tratar de llegar a la verdad: la prisión preventiva, la colaboración de ciertos investigados con la justicia a cambio de beneficios y la publicación en la prensa de información relacionada con las pesquisas.

Como en Italia y Brasil, en el Perú estos métodos han provocado polémicas. Enviar personas a la cárcel sin una sentencia por un periodo largo de tiempo, como ha ocurrido con varios investigados, es, aun si lo permite el código procesal, un acto implacable y puede parecer brutal. Dar incentivos a un investigado para que acuse a otro, aun si este método se emplea en buena parte del mundo, es algo que apela a instintos oscuros y puede producir injusticias si las delaciones no están muy bien corroboradas. Por último, compartir selectivamente información para crear un estado de conmoción social que debilite la posición de los investigados es algo que también se presta a un debate moral.

En el caso de García, a diferencia de lo que les sucedió a Ollanta Humala y su mujer, Nadine Heredia, o le ocurre ahora a Keiko Fujimori y probablemente le pasaría a Alejandro Toledo si lo extraditaran de los Estados Unidos, el fiscal investigador no solicitó la cárcel preventiva, sino un impedimento de salida del país, que el juez aplicó. Es una situación parecida, por ejemplo, a la de Pedro Pablo Kuczynski, a quien se investiga por otros hechos.

¿Están las diversas medidas procesales o cautelares dentro o fuera de la legalidad vigente? Independientemente de la opinión personal que se tenga, sí lo están. ¿Han sido las normas creadas expresamente para aplicárselas a los políticos investigados? No: esas normas, incluyendo el Código Procesal Penal, llevan años de vigencia y, aunque se han introducido de tanto en tanto modificaciones, las revelaciones que han dado pie a las investigaciones son posteriores a la vigencia de los instrumentos procesales, cuya existencia se debe a la lucha contra el crimen organizado (por tanto, no fueron creados teniendo a los políticos en mente). ¿Hay razones para sostener que a Alan García se le están aplicando métodos más implacables que a otras personas? No. Aunque García tiene enemigos y arrastra una antigua estela de sospechas, el trato de la fiscalía y el juez no difiere de muchos otros casos (y es más benévolo que el de algunos).

Al igual que otras personas, encuentro la cárcel preventiva excesiva para políticos que han acudido regularmente a las diversas citaciones. Si no hay un peligro de fuga o un riesgo de obstrucción de las investigaciones mediante la desaparición de pruebas o la coacción a posibles delatores, la cárcel preventiva puede parecerse demasiado a una prisión sin sentencia, sobre todo si es larga. Esa figura legal, que no es la que se ha aplicado a García, debe reservarse para situaciones extremas, más aún en países como el Perú, donde, por lo exótico que ha sido el estado de derecho durante la vida republicana, la posibilidad de abuso es mayor.

Pero esa es una discusión de naturaleza eminentemente interna, por tanto, no diplomática. García no es objeto de normas fabricadas ad hoc contra él, ni de un trato peor que el de otros investigados. Incluso si se aplicara contra él, en primera instancia, una orden de prisión preventiva como la que se ha aplicado a otros dirigentes, existen muchas instancias para corregir los excesos, que van desde las Salas Superiores hasta la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional, para no mencionar a la prensa libre, que denuncia con frecuencia y sin cortapisas políticas o legales lo que considera abusos contra quienes son objeto de este tipo de medidas.

Queda pendiente examinar si hay indicios de que el gobierno de Martín Vizcarra, que intenta llevar a cabo un proceso de reformas institucionales, está interfiriendo en el caso de Alan García o el de los otros políticos. Es evidente que no hay en el Perú una dictadura y que el Ministerio Público y los tribunales no son parte de un esquema de poder diseñado por el gobierno al margen de la legalidad constitucional o a partir de una constitucionalidad hecha a la medida del gobernante. Lo que sucede es muy distinto, aunque los críticos del Presidente Vizcarra suelen, para favorecer sus casos o los de aquellos con quienes simpatizan, amalgamar las investigaciones y eventuales procesos contra los sospechosos de corrupción con las reformas que el gobierno pretende realizar.

Motivado por revelaciones que conmocionaron al país en los primeros meses de este año acerca de la corrupción de una parte importante del Poder Judicial y la fiscalía, así como el Consejo Nacional de la Magistratura, organismo encargado de nombrar y vigilar a jueces y fiscales, Vizcarra anunció el 28 de julio pasado cuatro reformas para las cuales ha convocado un referéndum. Se pretende reformar el organismo antes mencionado, el sistema de financiación de partidos políticos y el Congreso para impedir que en el futuro pueda seguir campeando la corrupción. No es el lugar para evaluar estas reformas, con las que se puede o no estar de acuerdo y que son a diario motivo de encendidas polémicas en el Perú sin que los críticos sufran represalias. Ninguna de esas reformas tiene que ver con los casos investigados ni tendrá efectos retroactivos para perjudicarlos.

Las reformas que impulsa Vizcarra han enfrentado al gobierno con la oposición y con algunos miembros de la fiscalía, empezando por su titular actual, contra los cuales hay denuncias de colusión con la corrupción, que quieren trabar el proceso de cambio y a los que tanto el fujimorismo como el Apra, el partido de García, han defendido y protegido desde el Congreso. Pero esta discusión nada tiene que ver con las investigaciones de los políticos mencionados, incluido el propio García, que se iniciaron mucho antes de que Vizcarra impulsara las reformas. Que el Consejo Nacional de la Magistratura deje de funcionar de la forma groseramente inadecuada en que ha funcionado hasta ahora o el que los congresistas no puedan optar a la reelección en el futuro, son asuntos que no perjudican ni favorecen la actuación de los fiscales y jueces en los casos de los políticos investigados en la actualidad.

¿Es necesario recordar que Alan García no está siendo investigado por las sospechas de corrupción de su primer gobierno ni por sus políticas económicas? Aquello quedó atrás, aun si la imagen del expresidente sigue cargando con esa pesada mochila. En 1991, cuando ya había dejado el poder, el Congreso peruano le levantó la inmunidad para que fuera juzgado por enriquecimiento ilícito, pero diversas instancias en las que el Apra tenía influencia (el Vocal Supremo Instructor, el Tribunal Correccional Especial de la Corte Suprema y la Primera Sala Penal de la Corte Suprema) se negaron a abrirle un juicio. En 1992, Fujimori dio su golpe de Estado y convirtió la judicatura en su herramienta, de manera que cuando su régimen pretendió reabrir el caso, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dio la razón al expresidente, que había acudido ante ella. Cuando cayó la dictadura, los presuntos delitos habían prescrito y la Corte Suprema dio todo por finiquitado.

Nunca sabremos a ciencia cierta qué habría pasado si García hubiera sido procesado con todas las de la ley por las acusaciones de entonces. Sería un grave hecho histórico que un asilo diplomático impidiera esta segunda vez que, en el caso de que las investigaciones propicien la apertura de un juicio, García pueda ser procesado en el Perú con las garantías del estado de derecho.

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