Columna de Álvaro Vargas Llosa: ¿Qué significa el despido de Rex Tillerson?

Rex-Tillerson
Foto: AFP

Trump sabe lo que hace y le da a su base, que será decisiva en los comicios en los que el Presidente buscará la reelección, razones para sentir que tiene en la Casa Blanca a un enemigo de la élite.



Convengamos en que no es habitual el despido de quien ocupa la jefatura de la diplomacia estadounidense apenas a los 14 meses de estrenado el gobierno y en que lo es menos todavía que esa persona se entere formalmente de ello a través del Twitter, habiendo tenido como único aviso, en días previos, algunas indirectas expresadas por el jefe de la Casa Blanca.

Pero convengamos también en que el sentido de lo que es habitual ha cambiado bajo la Presidencia de Donald Trump y en que a Rex Tillerson, despedido esta semana como jefe de la diplomacia estadounidense, no le ha sucedido nada que no les haya sucedido a otros funcionarios de alto nivel. En la era del cuestionamiento sistemático de todo lo que es "establishment", tradición, protocolo o hábito, tiene mucha lógica que las cosas ocurran así, intempestiva y abruptamente, sin el cuidado de las formas que uno asocia a otros tiempos, hoy menos de moda. Al fin y al cabo, Trump no fue elegido para seguir haciendo las cosas como se hacían antes, sino para ponerlas de cabeza, en el fondo y la forma, de acuerdo con sus modales y su estilo broncos y, lo que es más importante, con la ira popular contra el estado de cosas imperante. Trump no hace nada para lo que no fuera elegido, aun si una mayoría del voto popular le fue contraria y una mayoría, según las encuestas, desaprueba su gestión. Él está en perfecta sintonía -en la misma "longitud de onda", como dicen los franceses- que esa masa de votantes muy importante que decidió, en los estados clave, su triunfo electoral. El despido de Tillerson, desde la forma misma, valida el mandato populista de Trump al tiempo que el mandato populista de Trump valida su forma de actuar frente a su ex colaborador. Es una dinámica mediante la cual el líder populista y su base se alimentan mutuamente.

Todo esto está muy bien estudiado y calculado, algo que parecen muchas veces perder de vista algunos críticos de Trump para los cuales todo responde a unos impulsos puramente instintivos, no procesados por la inteligencia, de parte del Presidente. Aunque hay mucho de eso en su accionar, es sólo una parte de la historia. Trump sabe lo que hace y le da a su base, que será decisiva en los comicios en los que el Presidente buscará la reelección, razones para sentir que tiene en la Casa Blanca a un enemigo de la élite. ¿Y qué hay de más "élite" en este mundo que el ex CEO del gigante petrolero Exxon Mobil a quien el Presidente nombró jefe de su diplomacia al comienzo de su mandato?

Me he detenido un momento en las formas antes que en el fondo porque creo importante que los lectores consideren hasta qué punto los procedimientos que sigue Trump responden a una estrategia y a una etapa política de los Estados Unidos en la que la forma y el fondo a menudo se confunden o en la que la primera puede a veces ser más importante que la segunda.

Dicho esto, vayamos al fondo. ¿Ha sido el despido de Tillerson una manera de despejar el terreno para que la Casa Blanca pueda llevar a cabo una política exterior más propia de "halcones" que de "palomas"? ¿Puede interpretarse el nombramiento de Mike Pompeo, ex militar, ex congresista cercano al "Tea party", ex director de la CIA y hombre con fama de "duro" como una operación de captura definitiva de la política exterior por parte de Trump y el sector más beligerante que lo rodea?

El consenso político responde afirmativamente a estas preguntas. Y, a juzgar por los desencuentros que tuvieron Trump y Tillerson, esa interpretación tiene sentido a primera vista. Tillerson se oponía a abandonar los acuerdos del cambio climático de París, estaba a favor de honrar el pacto con Irán relacionado con las armas nucleares, quería distanciarse más claramente de Rusia y había acusado a Moscú recientemente de ser responsable del envenenamiento de un ex espía ruso en el Reino Unido, y se había opuesto a la decisión del Presidente de aceptar la invitación a dialogar con Kim Jong-un sin condiciones y sin una preparación diplomática minuciosa.

Si uno examina esta lista de desavenencias, sin embargo, verá que en ella hay una combinación de posturas tradicionalmente consideradas "duras" con otras consideradas, en tiempos normales, "moderadas". El apoyo a los acuerdos climáticos de París es "moderado" (son los "duros" los que los rechazan). Pero, en cambio, la hostilidad al régimen de Putin es una postura "dura" mientras que hasta hace poco eran los "moderados" los que rechazaban ese espíritu confrontacional, propio de la Guerra Fría. ¿Qué ha sucedido? Sencillamente, que el populismo ha desordenado la frontera entre lo "duro" y lo "moderado", de tal modo que hay una nueva frontera: de un lado está lo que Trump y los suyos defiendan y del otro aquello que la oposición sostenga por contraste con él.

Esto significaría, entonces, que no puede hacerse una lectura exclusivamente ideológica o política del despido de Tillerson. Si así fuera, habría varios elementos que contradirían ese análisis, empezando por el hecho de que Tillerson, como muchos conservadores "duros", se opone a tratar con Kim Jong-un sin condiciones. Es cierto que en términos generales Tillerson prefería una diplomacia tradicional y el uso de métodos más afines con los hábitos del Departamento de Estado o, en su defecto, con la línea conocida de los republicanos conservadores. Pero ser secretario de Estado de Trump es, justamente, tener que apartarse de cualquier canon, ya sea "duro" o "moderado", burocrático o típicamente conservador, porque el Presidente no responde a unas convicciones de conjunto muy previsibles. Es capaz de aceptar un diálogo incondicional con el mismo gobierno al que la víspera consideraba el peor peligro para la humanidad o de aplicar sanciones a Rusia (como hizo esta semana contra cinco organizaciones y 19 personas de ese país) y al mismo tiempo abogar decididamente por una estrecha relación con Moscú para luchar contra el fanatismo islámico y compensar lo que percibe como la debilidad de las democracias liberales.

No existe un libreto populista en política exterior, pero sabemos que los líderes populistas suelen desafiar las convenciones y establecer una relación entre el caudillo y la base que pasa por encima de todo: tradición, cánones, reglas no escritas y, cuando es posible, también normas legales. El verbo del caudillo reemplaza todo esto. Para ser funcionario de alto nivel de un líder populista hay que tener capacidad de adaptación, contradicción, improvisación. Un CEO de Exxon Mobil, un tejano conservador y tradicional, difícilmente iba a poder actuar de acuerdo con esas reglas de juego. Por eso era habitual que chocara con Trump. Hasta el punto de que, exasperado, habló de él en términos insultantes en privado, con la mala suerte de que la NBC se enteró y lo publicó. Desde ese momento el destino de la relación estaba marcado.

En la medida en que no se puede dar una interpretación puramente ideológica o política al despido de Tillerson, tampoco es posible vaticinar qué línea seguirá Trump en compañía de Pompeo (que debe ser ratificado por el Senado, algo especialmente importante en el "timing" de la nominación, pues los comicios de noviembre podrían producir un Congreso son una mayoría republicana disminuida o incluso revertida). Trump podría en adelante continuar con políticas que gustan a los "duros" (como el traslado de la embajada estadounidense en Israel a Jerusalén), pero también llevar a cabo políticas propias de los "moderados", como dialogar incondicionalmente con enemigos o incluso cambiar su postura frente a los acuerdos climáticos de París y argumentar que ha conseguido modificar su interpretación. Porque lo cierto es que en la política exterior de Trump sólo ciertos aspectos calzan con las preferencias de algunos sectores ideológicos y otros no. Nunca se puede descartar que la Casa Blanca dé un giro de 180 grados respecto de una materia porque una intuición de Trump así lo aconseja.

¿Cabe esperar que con Pompeo la política de Trump hacia América Latina varíe? En realidad, no hay una política hacia América Latina propiamente hablando ni la habrá en el futuro cercano. Hay posturas en asuntos concretos -Venezuela, las drogas y, por supuesto, la inmigración-, en los que las diferencias entre Trump y Tillerson no eran tan claras como lo son en algunas otras áreas ya mencionadas. Es posible que Pompeo, que es más beligerante que Tillerson, sea más agresivo con la dictadura venezolana, presione más a Colombia y otros países en temas como la erradicación de la coca y adopte una postura más verbal que la de su antecesor frente a México, en línea con Trump. Pero en lo esencial no parece que él aspire a modificar nada sustancialmente. Lo que sí puede suceder es que Trump decida un día que en esas u otras materias es necesario un cambio de línea, en cuyo caso todo quedará reducido a la simple cuestión de si el nuevo líder de la diplomacia estadounidense se alinea o no con su jefe.

América Latina no puede darse el lujo de tener malas relaciones con Washington y hay demasiados vasos comunicantes y relaciones comerciales y financieras, además de políticas, como para plantear batallas desiguales contra la primera potencia. Eso era cierto con Tillerson y lo seguirá siendo con Pompeo. Lo que cabe es que en aquellos asuntos que sean de mucha importancia la región actúe como una unidad para defender una línea razonable. Pero eso deberá ocurrir si Trump y Pompeo hacen alguna barbaridad, como eliminar el Nafta, por ejemplo (lo que sigue siendo improbable pero no imposible) y eventualmente otros tratados comerciales con diversos países de la región (lo que es aún más improbable que lo anterior). Más allá de eso, lo cierto es que estos son tiempos en que América Latina no debe esperar demasiado de Estados Unidos, o, para decirlo de otra forma, en los que sólo encontrará un espacio para la relación estrecha en temas como Venezuela y quizá algún país aliado de Caracas (ya quedan poquitos).

Un punto de tensión permanente entre Estados Unidos y la región será la inmigración. Hasta ahora los latinoamericanos han podido convivir con la línea de la Casa Blanca en materia de inmigración a pesar de toda la retórica y de decisiones la que revierte el permiso de los indocumentados que ingresaron al país siendo niños (Daca). No parece que Pompeo vaya a elevar el grado de tensión más de lo que se ha elevado esporádicamente en estos últimos 14 meses en este asunto. En parte porque no hay nada que América Latina pueda hacer y en parte porque Trump ha focalizado su línea beligerante en México, su vecino, país que le está respondiendo con el primer lugar en las encuestas de un candidato altamente populista y nacionalista.

Lo más importante, desde el punto de vista de América Latina, es que Trump seguirá siendo Trump.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.