El sainete de Caracas

Maduro heredó de Chávez la convicción leninista de que el poder no se entrega, pero no ha sabido cómo administrarlo y ahora, según parece, tampoco cómo mantenerlo. El héroe de la semana se llama Guaidó.



El día que lo fueron a apresar por primera vez, antes de que jurara como presidente provisional, los policías preguntaron a Juan Guaidó si en verdad habría una amnistía en caso de asumir el gobierno. El 4 de agosto pasado, la Guardia Nacional Revolucionaria ganó fama mundial cuando rompió filas y huyó en desbandada ante el estallido de un dron sobre el palco presidencial.

No parece que en el gobierno de Nicolás Maduro haya gente singularmente valiente. A pesar de sus frecuentes infatuaciones verbales, tampoco lo parece el mismo Maduro, que sigue en esto un historial parecido al de Hugo Chávez. Suele olvidarse de que el intento de golpe de 1992 fracasó porque Chávez no se atrevió a asaltar el palacio de gobierno y prefirió entregarse ante unos jefes militares que hasta lo invitaron a cenar mientras lo arrestaban. Quien haya leído la novela-mosaico Patria o muerte, de Alberto Barrera Tyszka, entenderá muy bien de qué se trata todo esto.

La valentía tiene un valor muy relativo en la política, pero muy alto en los conflictos sin salida. Hasta hace un tiempo, el expresidente Lagos sintetizaba esa salida en el desarrollo de una "justicia transicional", que diera garantías para dejar el poder en paz. Parece que eso ya no basta: Maduro pasó la raya y probablemente piensa que solo lo quieren sacar del Palacio de Miraflores con los pies por delante.

La "revolución bolivariana" no ha tenido ninguna épica militar. Nada que se parezca a, por ejemplo, la Sierra Maestra cubana o el Frente Sur de Nicaragua. Es una revolución sin revolución, que ha intentado cuadrar un círculo muy complicado: redistribución forzada del dinero con ropaje democrático, apoyo en las clases populares, gasto del Estado más allá de lo que quepa en la imaginación y un ambiente de semicensura. Agregados: la indisimulada consultoría de Cuba, además de la instalación de cabezas de playa de Irán, Rusia, China y otras rarezas globales.

Decir que Maduro se sostiene en "las bayonetas" suena a exceso retórico: muchas de las muertes violentas producidas durante su régimen no han caído a manos de fuerzas regulares, sino de pandillas barriales, debidamente encapuchadas, a las que nada les costará disfrazarse de inocentes si los vientos cambian.

Por eso resulta extraño que muchos políticos con credenciales democráticas estén invocando a las Fuerzas Armadas para que saquen a Maduro del camino, siguiendo el principio maoísta de que "el poder nace de la boca de un fusil". En buen español, un llamado al golpe de Estado. Como el que derribó en 1958 a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, inaugurando el período democrático más largo de la historia venezolana.

La oposición actual utilizó precisamente el aniversario de ese golpe, el 23 de enero, para declarar que el nuevo presidente del Parlamento, Juan Guaidó, es el nuevo "presidente encargado", cuyo único mandato consiste en convocar a elecciones. Nadie lo impidió, a pesar de las feroces amenazas lanzadas por una feroz ministra.

Maduro heredó de Chávez la convicción leninista de que el poder no se entrega, pero no ha sabido cómo administrarlo y ahora, según parece, tampoco cómo mantenerlo. Ya no hizo nada por detener la investidura de Guaidó, dio el espacio para que el Grupo de Lima, Estados Unidos, Canadá, Francia y el Reino Unido reconocieran a Guaidó y hasta le dio tiempo al gobierno socialista español para ensayar una voltereta e invitar a la Unión Europea a apoyar la "salida constitucional" que ofrece Guaidó. El héroe de la semana se llama Guaidó. Con auspicio del chavismo.

Hay en este enredo la levedad de un sainete y la gravedad de un funeral. La Constitución que invoca el Parlamento es la que inventó Chávez y que probablemente será arrasada si el chavismo cae. La asamblea ahora en rebelión era antes la sede del "socialismo del siglo XXI". Maduro ha expulsado a los diplomáticos de EE.UU., que, como no lo reconocen, no se quieren ir. El Presidente Guaidó debe convocar a unas elecciones que no podrá organizar. Las Fuerzas Armadas han respaldado a Maduro con un juramento que, como se sabe, dura hasta que se rompe.

Puede ser la farsa que a veces precede a la tragedia. O a la comedia. Un sujeto acorralado suele ser, a la vez, ridículo y peligroso. Lo mismo vale para un gobierno que gasta sus horas asegurando que todo el pueblo lo apoya, el tipo de insistencia por donde se cuela siempre un sentimiento de zozobra, la incertidumbre con el miedo.

Entre tanto, falta por conocer la delicada operación que llevó al Grupo de Lima -casi toda Sudamérica- a actuar tan rápido y crear, en un par de días, el vacío hemisférico en que ha caído Maduro. Es la primera vez que se despliega una jugada política cuya aparente premisa ya no es la astucia del adversario, sino la ausencia de coraje.

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