Columna de Óscar Contardo: Hacer familia
Cuando hace un año la derecha denunciaba el nepotismo como una práctica que el gobierno debía erradicar, el sector parecía haberse liberado por fin de sus contradicciones sobre el discurso de la meritocracia, un ideal que tanto le gusta agitar como antídoto para el entusiasmo por la igualdad.
Dicen que la sangre tira y que por la boca muere el pez. Hace casi un año, una nota de prensa alertaba sobre la cantidad de familiares de connotados dirigentes de la Nueva Mayoría trabajando para el gobierno central en funciones de distinto tipo. El artículo detallaba los lazos familiares y los sueldos que cobraba un puñado de funcionarios y asesores emparentados con figuras de gran notoriedad pública. Mucho hermano, hermana, cuñado, sobrino y marido. La oposición de ese momento presionó el botón de pánico con declaraciones claras y directas. Había indignación por una práctica que fue calificada derechamente como nepotismo. La oposición –ahora en el gobierno- no tuvo dudas al respecto, lo dijo fuerte y claro. Tiempo después de aquella nota de prensa, una periodista identificada con sectores conservadores enfrentó durante un programa de televisión a la candidata Carolina Goic. Le preguntó por el cargo que ocupaba uno de sus hermanos en una repartición pública, sugiriendo que era un asunto sospechoso. La preocupación por el fenómeno escaló hasta que un candidato presidencial de derecha anunció proyectos para evitar que los empleos públicos fueran ocupados por los parientes del gobierno de turno. El tío de este candidato, quien también estuvo en la carrera presidencial, aunque a la ultraderecha de su sobrino, fue más duro aun y le exigió a la entonces presidenta, a través de una entrevista, que expulsara de sus cargos públicos a los familiares de sus ministros y parlamentarios. Fueron meses vertiginosos.
Parecía en un país distinto, una comunidad en donde los dirigentes políticos más conservadores repentinamente caían en cuenta de los perjuicios de la concentración de poder y lo injusto que era cerrarles los caminos de ascenso a personas sin parientes, pero con talento. El sector político que tradicionalmente había hecho de los lazos de sangre un culto y la preponderancia del apellido por sobre el trabajo bien hecho una estrategia de conservación, clamaba por un cambio en el sector público. Querían tumbar un dique de prácticas culturalmente aceptadas que ellos mismos habían construido con perseverancia.
La nueva causa contra el nepotismo era un paso gigante hacia la modernidad en un país que tiende a conservar patrones coloniales de acercamiento en las relaciones de poder entre ciudadanos. Sobre todo en las cúspides sociales, en donde se diluyen los límites entre lo doméstico y lo público y el árbol genealógico recitado de memoria sirve mucho más que un currículum, por mucho que ese currículum luzca un doctorado.
Cuando hace un año la derecha denunciaba el nepotismo como una práctica que el gobierno debía erradicar, el sector parecía haberse liberado por fin de sus contradicciones sobre el discurso de la meritocracia, un ideal que tanto le gusta agitar como antídoto para el entusiasmo por la igualdad. Una derecha que subraya el trabajo duro como ruta de prosperidad individual en sus discursos, pero que en el momento de la verdad, en el segundo en que debe elegir entre un desconocido con formación y experiencia necesaria y una cara de toda la vida, prefiere la tranquilidad de lo familiar. La derecha chilena, por un lado, promete oportunidades a granel, pero al mismo tiempo celebra la pertenencia a un colegio del mismo modo en que se exhibe una heráldica de nobleza. Suele confundir, además, la selección de personal con actos rituales de reconocimiento mutuo que ayudan a repartir cargos y asesorías no entre los más competentes, sino entre los más cercanos a su propio círculo: llama a fulano, que es sobrino de zutana, nieto de la Pitu, cuñado del Chupo, casado con la Maida, la compañera de la Isi, que es hermana de Pelayo, bisnieto de Ladislao y chozno de Juan de Dios y María de los Ángeles. Seguro debe ser amoroso y de confianza.
Hace un año, connotados dirigentes de la derecha anunciaban un nuevo trato. Pero no. Falsa alarma. Parece haber sido un malentendido. Todo quedó en nada. La urgencia por desterrar el nepotismo solo servía para denunciar la paja en el ojo del adversario. Lo que ha hecho el nuevo gobierno durante su instalación es dar una señal potente de que la antigua tradición familiar continúa vigente, vigorosa; que seguimos siendo ese país de cuatro manzanas, cinco colegios y 20 familias. El Presidente Piñera y su círculo de confianza han puesto un límite al discurso meritocrático. ¿Dónde está esa frontera? En los cargos de mayor poder, los estratégicos, los sitios en donde se toman las decisiones. Esos son cotos reservados para la gente conocida, lo que traducido de la lengua de la derecha chilena significa no solo correligionario de partido, sino también compañero de colegio o pariente, gente que podría estar en la sobremesa del almuerzo del día domingo o en la reunión de apoderados de sus hijos.
Para despejar cualquier duda al respecto, el Presidente Piñera decidió que el embajador de nuestro país en Buenos Aires será su hermano. Fue el punto final que demostraba que es posible predicar sobre los defectos ajenos sin enfrentar los propios y que da lo mismo desdeñar las formas. Si lo hace el Presidente, ¿por qué no lo va a hacer el resto?
El gobierno ha dado en las última semanas al menos un par de señales: que el nepotismo es algo de cuidado solo cuando lo ejercen los adversarios políticos y que la bandera de los méritos y las oportunidades para todos tiene una letra pequeña a pie de página, que se les olvidó mencionar en campaña.
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