Columna de Óscar Contardo: Un país tropical

FILE PHOTO: Presidential candidate Jair Bolsonaro, shows a doll of himself during a rally in Curitiba
FILE PHOTO: Presidential candidate Jair Bolsonaro, shows a doll of himself during a rally in Curitiba, Brazil March 29, 2018. REUTERS/Rodolfo Buhrer/File photo BRAZIL-ELECTION/BOLSONARO

El ascenso de Bolsonaro es la respuesta rabiosa de un amplio sector de la población brasileña -la clase alta y los sectores medios- al triste espectáculo que dio el Partido de los Trabajadores durante la última década, consumido por la corrupción desvergonzada y por la incapacidad de sus gobiernos de ofrecer algo más que explicaciones a la inseguridad imperante en las grandes ciudades.



Cada tanto se nos informa que frente a un determinado hecho, los mercados han reaccionado con satisfacción y en algunos casos incluso con efusivo entusiasmo. Los expertos en sus estados de ánimo comentan entonces que tal efecto nos debe dar tranquilidad. Eso ocurrió esta semana, después de que Jair Bolsonaro, el candidato fascista a la Presidencia de Brasil, logró un contundente triunfo en primera vuelta, quedando como favorito para el balotaje. Bolsonaro, un exmilitar orgulloso de la dictadura de su país y admirador de la nuestra, lleva casi 30 años en la política, primero como concejal y luego como parlamentario: en todos sus años como legislador -siete períodos- solo presentó dos proyectos de ley.

Con este antecedente es posible concluir que aquello que lo encumbró no fue exactamente su trabajo parlamentario ni la agudeza de sus propuestas, sino más bien el desparpajo vulgar con el que expresa el desprecio por sus adversarios, esa izquierda brasileña que, por un lado, les hablaba a los pobres y, por el otro, se llenaba los bolsillos con coimas de los magnates locales.

El ascenso de Bolsonaro es la respuesta rabiosa de un amplio sector de la población brasileña -la clase alta y los sectores medios- al triste espectáculo que dio el Partido de los Trabajadores durante la última década, consumido por la corrupción desvergonzada y por la incapacidad de sus gobiernos de ofrecer algo más que explicaciones a la inseguridad imperante en las grandes ciudades. El electorado dejó de confiar en el gobierno y en los parlamentarios. Las instituciones desprestigiadas no eran más que el hábitat de hordas de pícaros de mayor o menos calado. Los brasileños, entonces, estuvieron dispuestos a ponerle atención a quien expresara un hastío al nivel de su propia insatisfacción. Alguien que les dijera lo que querían escuchar: Soluciones fáciles, simples, rebosantes en aquello que muchos denominan "sentido común", pero que bajo otra luz son sencillamente expresiones de brutalidad. Bolsonaro tenía una lista larga de esas promesas para declamar. Les habló de orden, de limpieza, de gente desechable y gente valiosa. Les prometió mano dura y castigo para los indeseables. Les prometió disciplina militar aplicada a las favelas y una barrera segura que detuviera cualquier proyecto que pudiera transformar a Brasil en Venezuela. El candidato se dio cuenta de que el fantasma del descalabro del país vecino era una bandera que debía blandir con insistencia.

El compañero de fórmula de Bolsonaro llegó a sugerir que si debían pasar por encima de la Constitución, lo harían. El entusiasmo rabioso cundió, lo mismo que la grieta entre el Brasil de los pobres del nordeste, que votó mayoritariamente por la izquierda, y el del sur más rico, que les dio el triunfo a los parlamentarios que apoyan al ultraderechista. La fractura se ha instalado en todos los ámbitos, incluso dentro de las familias, según me confió hace unos días una profesora de literatura brasileña.

La campaña del exmilitar afectó los límites de aquello considerado "políticamente correcto". El lenguaje cuidadoso que suele ser blanco de quienes desdeñan la exigencia de respeto por los históricamente oprimidos fue fácilmente demolido hasta esfumarse gracias al entusiasmo de la muchedumbre exaltada. Ya es parte del folclor político la frase con que Bolsonaro se burló de una diputada en frente de las cámaras, asegurándole que no merecía ni siquiera ser violada por él. Ha llamado "parásitos" a los indígenas; "inútiles que no sirven ni siquiera para reproducirse" a los pobres de origen africano, y sugerido que las personas homosexuales sufren un trastorno provocado por el ingreso de las mujeres al mundo del trabajo. La campaña del ultraderechista ha agitado la ignorancia y la mentira sin pudor, gracias al respaldo del fanatismo evangélico, la soberbia terrateniente y unas Fuerzas Armadas amenazantes. La Biblia, los bueyes y las balas. ¿Qué sucede cuando alguien responde a los insultos de los seguidores de Bolsonaro? La vieja receta de la victimización y la proyección de los monstruos propios en los discursos ajenos. Sus seguidores llegaron al extremo de afirmar que el de Hitler había sido un partido de izquierda.

El historiador Federico Finchelstein escribió en la revista Foreign Policy que la campaña de Bolsonaro está claramente inspirada en el modelo establecido por Goebbels. Otros dicen que más que a Donald Trump, el candidato brasileño recuerda al autoritarismo sanguinario del filipino Duterte. Intelectuales y políticos de todo el mundo advierten sobre las consecuencias que podría tener el ascenso del candidato fascista. Incluso, Marine Le Pen procuró guardar distancia del político brasileño, asegurando que las declaraciones que ha dado le parecen desagradables e inadecuadas para la realidad francesa.

¿Cuándo fue que en Brasil la pendiente se inclinó hasta el punto de parecer un despeñadero imposible de salvar? ¿Fue cuando los brasileños dejaron de confiar en los políticos? O más bien, ¿cuándo los políticos decidieron que no debían rendirles cuentas a sus electores? ¿Cuál es el punto exacto que marca el momento en que ya no hay retorno y la fuerza de gravedad lleva a las instituciones hacia un pozo? ¿Hemos pasado nosotros en Chile ese punto y aun no hemos caído en la cuenta? ¿Nos espera un futuro brasileño?

Luego del triunfo de Bolsonaro en primera vuelta circuló por las redes la imagen de un grupo de hombres marchando por Copacabana vestidos con pantalones de camuflaje y descamisados. Parecían ejercitarse para el combate, cantando letanías militares mientras entrenaban. Eran exmilitares que celebraban los resultados de las elecciones en lo que ellos calificaban como "nuestra oportunidad". El líder del grupo los arengaba: "Nuestra bandera nunca será roja", como si realmente existiera esa amenaza. Era un día cualquiera frente a la playa de un país tropical. Los mercados estaban entusiastas, aseguraban las agencias de prensa. La democracia, en cambio, parecía estar bajo seria amenaza, no por la posibilidad del un golpe de Estado a la vieja usanza, sino por la voluntad expresada en las urnas. El voto como un alarido alimentado por el miedo y la rabia.

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