Columna de Óscar Contardo: El poder de los ventrílocuos
La diáspora bolivariana ha vaciado Venezuela, no solo de sus habitantes más acomodados, sino del pueblo al que Maduro invoca como el motor de su régimen. También ha servido de plataforma provechosa para apuntar el desplome de la convivencia en ese país como un arma de política para otros liderazgos vecinos.
La vida de los otros puede ser una causa, una consigna, una oportunidad. Algo que se usa para aliñar un discurso político con algún signo de empatía sobre un "otro" que necesita auxilio y que no puede hablar por sí mismo. La vida de esos "otros necesitados" también puede ser una coyuntura para acumular prestigio y poder, corriendo mínimos riesgos, sobre todo cuando a "los otros" se los mantiene a distancia, mudos, viviendo sus dificultades en una dimensión ajena que apenas roza la que habitan los poderosos que los usan como bandera en sus declaraciones acaloradas. La dificultad para mantener ese discurso es mínima en tanto la distancia se mantenga, en tanto aquel por el que se da la lucha permanezca mudo o pacientemente acepte tener ventrílocuos para su tragedia. Nicolás Maduro, por ejemplo, define su revolución como un acto de justicia para el pueblo, pero lo que vemos es al pueblo huyendo de él con desesperación.
La diáspora bolivariana ha vaciado Venezuela, no solo de sus habitantes más acomodados, sino del pueblo al que Maduro invoca como el motor de su régimen. También ha servido de plataforma provechosa para apuntar el desplome de la convivencia en ese país como un arma de política para otros liderazgos vecinos: Bolsonaro lo hizo en su campaña advirtiendo que el caos estaba cerca, y le resultó; la última campaña presidencial en Chile reemplazó el clásico recuerdo de la Unidad Popular por la espantosa crisis bolivariana, y Piñera fue elegido.
Pero existía la posibilidad de sacar aún más ventaja de esa desgracia. Hacer de ella un evento televisado que sirviera a un puñado de personalidades para erigirse como defensor de una causa justa. Eso fue el Venezuela Aid Live de febrero, un espectáculo que evocaba el concierto de beneficencia de 1985 contra la hambruna africana, con un puñado de estrellas menores y una celebridad en decadencia. Incluso ahí, en la frontera, a pocos metros de donde habitaban "los otros necesitados", había una distancia que salvaba de atender directamente a sus necesidades: la beneficencia es un espacio cómodo, el territorio firme en donde se abanican vanidades disimuladas y en donde los gestos de caridad se difunden con frenesí publicitario. También es el área en donde nadie busca asumir los costos de un cambio verdadero, solo los réditos inmediatos de un liderazgo construido con más oportunismo que convicción. Aun hoy no está claro el destino de la ayuda recaudada ni los efectos reales de la reunión en Cúcuta.
El concierto de febrero no resistió el paso de los meses, envejeció mal. Es lo que pienso sobre todo hoy, cuando cientos de venezolanos esperan con hambre y frío en Tacna y Chacalluta cruzar la frontera, sin lograr respuesta clara del gobierno chileno, el mismo que los invocaba hasta hace un tiempo en sus discursos. Luego del informe de la alta comisionada de Derechos Humanos de la ONU, que de manera contundente registra la gravísima situación venezolana, los emigrantes venezolanos pobres -esos "otros necesitados"- perdieron la calidad de argumento en disputa.
El documento de la ONU acredita los casos, las cifras y las voces de quienes han sufrido atropellos y abusos por parte de un Estado controlado por un gobierno que dice actuar en nombre de los más débiles y a contramano de conjuras internacionales. La encargada de recoger toda esa información conoce muy bien lo que significa enfrentarse a un Estado opresor, también lo sabe la militancia de la izquierda chilena perseguida durante la dictadura de Pinochet, particularmente los militantes del Partido Comunista local, que sufrieron con especial ferocidad las detenciones ilegales, las torturas, la desaparición de sus dirigentes y la negación de justicia. Esa dirigencia también conoce la importancia que tuvieron las organizaciones internacionales durante años oscuros de cerrazón y mentiras.
Desdeñar o matizar el informe de la ONU no solo debilita la confianza en el multilateralismo -una tarea que la ultraderecha global tiene como prioridad-, también degrada la propia historia del PC local y su compromiso con los más débiles, con ese pueblo venezolano que hoy malvive en carreteras y aduanas esperando refugio en el extranjero.
La vida de los otros tiene ya demasiados ventrílocuos sacando provecho como para sumarse a ese coro. Restarle valor al espanto descrito por el informe de Naciones Unidas, solo por lealtades malentendidas o porque aceptarlo significaría concederle un punto al adversario político, acabará por darles argumentos a quienes justifican los horrores con los contextos. De paso, sembrará una duda sobre la capacidad de la izquierda chilena de formar un gobierno estable en el futuro próximo. No están los tiempos para darse esos lujos, tampoco para despreciar los datos de la realidad de ese pueblo al que se invoca, pero no se escucha cuando sus reclamos parecen contrariar el rol que se le asigna desde los comités y desde las teorías, aquellas que hoy parecen desbordadas por los hechos.
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