Columna de Héctor Soto: La memoria incómoda
La experiencia del 73 y de la dictadura que sobrevino después generó un profundo cambio en el perfil de la sociedad chilena y en las percepciones políticas. De hecho, a partir de los 90 el país se abre al mejor período de su historia, corriendo con gradualidad los cercos del autoritarismo y entrando, a su vez, a la fase más virtuosa de su historia económica.
El Once nos muestra lo que fuimos y no lo que nos hubiera gustado ser. Creíamos ser un país que se decía muy civilizado y, sin embargo, igual nos dejamos arrastrar a la barbarie. Convivir con esa decepción por supuesto no es fácil. Además de introspección y responsabilidad, supone temple y madurez.
Entre otras cosas, porque Chile es un país de memoria corta, nadie hubiera dicho que, a 45 años del golpe, el 11 de septiembre de 1973 se iba seguir conmemorando con el desgarro, la intensidad o el dolor que la fecha saca a flote hasta hoy. Sin duda que la efeméride está inscrita en la agenda política de la izquierda, por razones que son más que atendibles. Pero sin duda también que es una fecha que sigue interpelando a todos los sectores políticos.
Mientras más se ha judicializado, es posible que de aquí en adelante el Once entre a un proceso de desmilitarización irreversible. Hoy estamos, tal vez, en el peak de la cantidad de militares procesados en causas de derechos humanos. Pero desaparecido el general Pinochet y haciendo abandono del escenario, la generación de los oficiales que estuvo en posiciones de mando ese día, la dimensión básica del golpe -una exitosa sublevación militar contra las autoridades de entonces- comienza a desvanecerse para quedar reducida a un conflicto político insoluble, pero ya más de segundo piso –por así decirlo- que dividió al país muy gravemente entonces y lo sigue dividiendo, no con la misma intensidad, claro, ahora.
La desmilitarización del Once tiene, además, otro efecto. Deja de ser un hecho, una insubordinación protagonizada por otros, los militares, básicamente ellos, y la fecha pasa a emplazarnos a todos. A todos los que vivimos esa época y también a los que no la vivieron. A los que se sienten herederos de los actores que intervinieron en el conflicto político de entonces y a quienes no tienen el más mínimo interés en ser parte de esas trifulcas. A los que quedaron pegados en la tragedia de ese día y a los que hace rato –por conveniencia, por fastidio o simplemente por aburrimiento- decidieron dar vuelta la página.
El problema es que parece que esta página no se puede dar vuelta así como así. En gran parte porque el Once es parte nuestra y del Chile de hoy, querámoslo o no. Si de comparaciones se trata, la historia terminó pasando por el Once –y por la dictadura que inauguró- mucho más que por casi todo el resto de las conmemoraciones políticas chilenas y esto, al menos para un sector importante del país, es una mancha, un trauma, una experiencia de horror, que hay que lavar, curar, exorcizar o redimir una y otra vez, pero en modo alguno olvidar y mucho menos aceptar.
En cierto sentido, salvo para la fracción del país que descorchó champaña y no solo conmemora el Once, sino también lo celebra, la fecha es incómoda. Nos recuerda que somos hijos de una sociedad que en determinado momento perdió los estribos, perdió el norte, perdió la sensatez, y nos hace tomar conciencia de que cargamos con una historia que tampoco es tan edificante como nos hubiera gustado. El Once nos muestra lo que fuimos y no lo que nos hubiera gustado ser. Creíamos ser un país que se decía muy civilizado, y sin embargo, igual nos dejamos arrastrar a la barbarie. Convivir con esa decepción, con esa grieta, por supuesto no es fácil. Además de introspección y responsabilidad, supone temple y madurez.
¿Hemos tenido algo parecido a eso? En función de lo que vino después, tal vez sí. Aprendimos algunas lecciones que no está de más recordar. Aprendimos que no hay causa ni circunstancia que justifique las violaciones de los derechos humanos. También, que en un sistema democrático el triunfo de la mayoría no puede significar el aplastamiento de las minorías. Que las leyes no pueden ser forzadas desde la mala fe para disfrazar propósitos totalitarios. Y que dignidad de las instituciones y los magistrados se mide no por su sometimiento a la manada, sino más bien por su capacidad para ser contrapeso.
No solo eso: la experiencia del 73 y de la dictadura que sobrevino después generó un profundo cambio en el perfil de la sociedad chilena y en las percepciones políticas del país. De hecho, a partir de los 90 el país se abre al mejor período de su historia, corriendo con gradualidad los cercos del autoritarismo y entrando, a su vez, a la fase más virtuosa de su historia económica. La izquierda, que había vivido desde el exilio un proceso de renovación ideológica al cual quizás de todas maneras hubiera llegado, recuperó gran parte de la confianza de los sectores medios, pudo inmunizarse durante un buen tiempo contra los populismos de izquierda que después coparían el horizonte político latinoamericano y fue particularmente exitosa en instalar la desigualdad como un gran problema en el nuevo Chile. El país rompió el cepo de los tres tercios y pudo hacer una transición exitosa y ordenada gracias al entendimiento del centro con la izquierda. La derecha, que había colaborado con la dictadura, fue alejada por la ciudadanía del gobierno durante 20 años. Nunca más un partido político chileno reivindicó la violencia o el camino de las armas para llegar al poder. Nunca más tuvimos presidentes que declararan serlo solo de algunos chilenos. Y es raro escuchar hoy en el país -con la frecuencia que se escuchó en otra época- que en la acción política el fin siempre justifica los medios.
No son malos aprendizajes. De acuerdo. Por supuesto, en un contexto de racionalidad, con liderazgos de estatura histórica y con una clase política que hubiera estado a la altura, no debió haber sido necesario un Golpe de Estado para haberlos tenido. Pero no más dicho esto, salta la duda y es mejor dejarla ahí, como duda. Porque llegamos muy abajo en la escala de la irracionalidad y el sectarismo. A lo mejor, con el tiempo, igual hubiéramos podido remontar, pero -feo es decirlo- queda la incógnita si hubiera podido ser a costos inferiores a los del Once. Y es legítimo tenerla, porque el descalabro de la violencia fue primero mental y lo cierto es que -como doctrina, como pensamiento político- esa patología en Chile había asomado varios años antes.
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