Viernes 13

La rutina de la capital francesa fue interrumpida brutalmente por el terrorismo la noche de este viernes. La masacre provocada por siete atentados simultáneos volcó la mirada del mundo sobre Francia. Las luces de la torre Eiffel se apagaron como una señal del dolor de una ciudad que no recuerda un horror similar desde la Segunda Guerra Mundial.




Francia juega contra Alemania, pero el partido ha sido tibio, incluso aburrido. En jerga periodística, es un choque amistoso, pero tiene poco de choque y su única gracia es ver a Francia defenderse sin su jugador estrella: Karim Benzema fue apartado de la selección por mancharse las manos en un affaire de chantajes y sextapes contra otro futbolista, Mathieu Valbuena. Eso es lo que muchos en el Stade de France tienen en mente: es un viernes cualquiera, un amistoso cualquiera. Se oyen dos petardos, pero el ruido es más fuerte de lo habitual: el francés Patrice Evra recibe el balón en la cancha y al oír la explosión, mira hacia la izquierda, confundido, buscando la mirada de algún compañero  tan confundido como él. En la tribuna presidencial, François Hollande cree haber oído petardos, hasta que miembros de la Fuerzas de Seguridad le anuncian la noticia. El presidente es evacuado del estadio durante el medio tiempo. El partido sigue su curso.

A las 22:45 Francia logra su último gol, gana a Alemania por dos a cero y quedan pocos minutos para el final del encuentro. De golpe, la voz del comentarista se quiebra: anuncia ataques en París, promete más detalles y, en shock, prosigue el relato del partido. Los que cambian de canal se encuentran con transmisiones en vivo que hablan de balaceras en los barrios X y XI de París, de una toma de rehenes en la famosa sala de conciertos Bataclan, de tres explosiones kamikaze en el Stade France, de 18 muertos. Los celulares comienzan a vibrar, llegan los mensajes de textos, de Whatsapp, de Facebook: así se descubre que amigos están encerrados en bares aledaños a las balaceras, sin poder moverse, sin saber qué hacer; nadie entiende bien lo que pasa y las noticias en la prensa son confusas.

La televisión se mira en silencio, muchos de los que están frente a la pantalla estuvieron ahí horas antes, trabajan en esos barrios, frecuentan los bares masacrados, pasean por sus calles como en Chile se pasea por Lastarria: bullicio de zona céntrica, picadas y restaurantes chic revueltos, cafés, almacenes populares y tiendas hipsters. De noche, vida social, bares desbordados, diversión nocturna. Puede haber algún simbolismo demente en el atentado del Stade de France —Francia y Alemania son el corazón de la Unión Europea— o en las matanzas en el sector de République —donde comenzó la marcha multitudinaria del 11 de enero luego de los ataques a Charlie Hebdo—, pero ¿tomar rehenes en un concierto de hard rock californiano y acribillar bares un viernes en la noche?

Se difunden los primeros testimonios, se habla de explosiones, balaceras a destajo, bares sembrados de cadáveres, infierno en las calles. La prensa menciona 30 muertos y el presidente François Hollande aparece en pantalla en cadena nacional. Su voz está entrecortada, suspira, le cuesta hablar. "Hay varias decenas de muertos, muchos heridos. Es un horror", dice, y respira hondo para darse fuerza. Puede ser uno de los presidentes más impopulares del último tiempo, pero su dolor es el dolor de todos y sus lágrimas contenidas las lloran las miles de personas que lo escuchan. "Los terroristas quieren que tengamos miedo. Hay de qué tener miedo, pero frente al miedo hay una nación que sabe defenderse, que sabe movilizar sus fuerzas y que una vez más sabrá vencer a los terroristas". Sus palabras son palabras de guerra.

En el Bataclan, los terroristas, kalashnikov en mano, advierten: "¡Es culpa de Hollande, es culpa de su presidente, no hay que intervenir en Siria!". Lluvia de balas, la gente se lanza al piso; una alfombra de cadáveres y personas que simulan estar muertas cubre la sala de concierto. Los medios hablan ahora de 40 muertos, pero es de sentido común que son muchos más. Durante horas, incluso en barrios lejanos a la tragedia, se oyen sirenas de ambulancias, bomberos y policías; en los bares y restaurantes de las calles Bichat y Charonne —las calles afectadas— la gente sigue atrapada sin saber qué hacer. No hay metro, taxis ni buses; algunos creen que tendrán que pasar la noche allí, pero un par de horas más tarde, cerca de las dos o tres de la mañana, podrán volver a sus casas.

Hollande, cuyo ejército interviene en Malí desde 2013 y participa en los bombardeos al Estado Islámico en Siria, anuncia en su discurso estado de emergencia y cierre de las fronteras del país. Aunque Francia ha sido blanco de decenas de atentados en las últimas décadas —en 1995, hubo ocho atentados con bomba, uno de ellos, en la estación de Saint-Michel, en uno de los trenes urbanos más concurridos de la ciudad— no se tiene recuerdo reciente de un hecho tan espantoso como este.

A la mañana siguiente, Francia se despierta con el ruido de las sirenas. El mal sueño de la noche anterior se convierte en la peor pesadilla que se recuerde en medio siglo: 120 muertos, 200 heridos, hospitales desbordados y un país enlutado, agarrotado, adolorido por el golpe brutal del viernes. De este viernes 13 que, como nunca, cumplió su mal augurio.

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