A fines de noviembre de 1915, Albert Einstein dio a conocer su teoría de la gravitación, la Relatividad General. Solo semanas después, Karl Schwarzschild, quien entonces combatía en el frente ruso de la Primera Guerra Mundial, encontró una expresión exacta para el campo gravitacional que produce una estrella esférica.
Einstein estaba fascinado con la elegancia y sencillez matemática del resultado. Había, sin embargo, algo que lo incomodaba profundamente. La expresión mostraba que, si una estrella era suficientemente compacta, es decir, si toda su masa se concentraba en una esfera cuyo radio fuese menor que uno crítico, hoy conocido como “radio de Schwarzschild”, entonces un rayo de luz no podrá salir jamás de su superficie y alcanzarnos. Sería totalmente oscura, invisible. Más aún, cualquier objeto que traspasara esa frontera estaría condenado a no escapar jamás. El objeto en cuestión se conoce hoy como un “agujero negro” y la frontera que define el radio de Schwarzschild se le llama su “horizonte de eventos”.
La oscilación anímica entre la fascinación y la incomodidad que los agujeros negros producen ha sido una constante en la historia de la Física, y nos persigue hasta nuestros días. Generosos, los agujeros negros no se cansan de regalar acertijos, discusiones y motivaciones a físicos y astrofísicos, además de una u otra historia de ciencia ficción. Cada vez que estos misteriosos objetos parecen haber sido domesticados, pasando a ser parte del inventario normal del universo, otra pregunta nos embiste y la normalidad se altera.
Durante los años 30 del siglo pasado, la opinión general era que la materia no era capaz de llegar a densidades tan enormes como las requeridas para la formación de un agujero negro. Para hacerse una idea, sería necesario compactar todo el monte Everest a dimensiones menores que las de un núcleo atómico para producir un agujero negro. En 1939 Einstein escribe un artículo que pretende demostrar que la formación de este tipo de objetos era imposible. El artículo, sin embargo, estaba incorrecto. Utilizaba varias hipótesis que más que describir propiedades de la materia, mostraban los prejuicios de su época. En la medida que se hacía más evidente que el colapso gravitacional hacia un agujero negro era posible, una característica aún más exótica que el horizonte de eventos se hacía evidente: en el centro del un agujero negro reside una singularidad. Un punto en donde la densidad de materia es infinita.
El intento por deshacerse de este incómodo hecho fue acallado por Roger Penrose. En 1965 demostró que las singularidades son una consecuencia genérica e inevitable de las ecuaciones de Einstein. La incomodidad era apagada aduciendo que la teoría de Einstein tenía que dejar de ser válida para objetos demasiado pequeños. Solo una teoría cuántica de la gravedad podría explicarlas algún día. Los 70 dieron paso a las primeras observaciones consistentes con la existencia de agujeros negros, además del descubrimiento, por Stephen Hawking, de que estos objetos debían emitir radiación, como si se tratara de cuerpos calientes, generando una nueva era de fascinación e incomodidad.
Los últimos años nos han mostrado imágenes espectaculares de estos agujeros, además de la detección de ondas gravitacionales producidas por los mismos. Nos hemos acostumbrado a convivir con estos extraños objetos. Son sin duda una nueva normalidad. Una que, sin embargo, esconde la llave de los más profundos misterios del cosmos, negándose a terminar de provocarnos esa fascinante incomodidad.