Desde chico vendí cosas. Cuando tenía seis años, le vendí a mi papá unos dulces que no me habían gustado. Después recuerdo haber ido a una actividad por el colegio donde nos regalaron lechugas: yo se las vendí a las amigas de mi mamá. Siempre intentaba vender algo. Pero en octavo básico le pillé la mano a mi negocio.

Justo me había cambiado de colegio y le pedí a mi papá que me llevara a una distribuidora de dulces. Compré una bolsa de masticables y vendía 10 por 100 pesos. Los primeros días saqué tres lucas. Después empecé a vender 12 mil pesos diarios; y aumenté el mix de productos.

En primero medio empecé a vender panes. A 500 pesos el sándwich. En un día vendía 60 mil pesos. En el colegio todos sabían dónde me instalaba y llegaban a comprarme. Tuve algunos problemas por la competencia con el kiosco, pero no pasó a mayores porque los conocía a todos. Eso es importante: saber relacionarse bien con las personas para que un emprendimiento sea exitoso.

Entré a estudiar Ingeniería Comercial en la Universidad Adolfo Ibáñez. Me daban beca que cubría una parte de la mensualidad y además quedaba cerca de mi casa. Y otra cosa me interesó: no había nada cerca donde los estudiantes pudiesen comprar. Había ahí una oportunidad.

En marzo de ese 2012 me dediqué a analizar el flujo de gente. Me di cuenta de que por la forma de la universidad, que es alargada y no invita a estar en un lugar, los estudiantes tendían a agruparse en los lugares donde habían sillas y mesas. Además, recorrían hasta el fondo para cachar qué onda y se quedaban ahí. Así que ése era el lugar. En abril me instalé con una maletita con 40 panes, que vendía a 500 pesos. Tenían queso, tomate y orégano. De a poco comencé a ganar cierta fama. Las mujeres me conocían como "el niño pan"; los hombres me llamaban "el hueón de los panes".

Estaba con mi negocio de lunes a viernes, de 9 de la mañana a 6 de la tarde. La gente sabía que podía ir a buscarme siempre al mismo lugar. Otros vendían un día o dos o se cambiaban de lugar: ellos estaban en función de sus clases o sus amigos, pero yo estaba en función del negocio. No perdía clases, pero debo confesar que llegaba tarde y me iba antes. No era porro, me sentaba en primera fila y participaba.

Después me cambié a una maleta de 70 litros. Vendía en promedio entre 150 y 180 panes por día. A un precio justo y de buena calidad. Yo soy jodido con la comida y no podría haber vendido algo malo. Busqué a los mejores panaderos de Ñuñoa que estuvieran cerca de mi casa y me dieran facilidades de pago. El queso que usaba era artesanal de Valdivia. Era muy barato y todos creían que era cheddar. El tomate lo cortaba de un grosor específico, porque no podía ser muy grueso porque era incómodo y muy delgado se perdía. Lo ponía en varias capas. Estaba todo pensado. La sal, el orégano y hasta la bolsita que usaba.

Comencé a ganar clientes y conocí personas. La gente me apañaba. Me acuerdo que incluso mi presencia hizo que el local que estaba al lado bajara los precios de sus panes de 700 a 450 pesos.

Así pasó el tiempo hasta que en 2014, cuando estaba en tercero, se empezó a descontrolar todo. Había puesto a otras personas a vender y la gente de los locales comenzó a reclamar. Incluso me citaron a una reunión para decirme que no podía seguir vendiendo. Entonces decidí dejar los panes y terminar mi carrera tranquilo. Pero todos los alumnos estaban indignados. Un día llegué a la universidad y había una protesta porque no me dejaban vender y no potenciaban el emprendimiento. Al año siguiente se abrió a licitación un espacio para los emprendedores. Estaba dudoso de postular, pero lo hice y gané.

Me dieron un puesto que estaba en la salida de emergencia de una sala. Era pequeño: de un metro. Ahí logré meter dos refrigeradores, dos muebles, tres microondas. Tenía a una persona en la mañana, otra en la tarde y yo apenas salía de clases iba a apoyar. Teníamos filas de 20 personas y nuestro tiempo de atención era 25 segundos. De a poco fui mejorando el espacio, logré que le pusieran una cerradura, que subieran el amperaje e instalaran una máquina de café. Ese año me gané el premio a la persona más influyente de la universidad.

Pero decidí no volver a postular para darles la oportunidad a otras personas. Después seguí con un emprendimiento junto a mi polola de la época: partimos con alfajores que vendíamos en el kiosco y terminamos con servicios de colaciones. Lo dejé después de un tiempo.

Gracias a los panes me pude pagar buena parte de la universidad. Mantuve mi beca hasta el último año y el arancel restante lo costeé con el CAE (Crédito con Aval del Estado) y con la plata que ganaba con mi emprendimiento. Además, me pagaba todos mis gastos.

Hoy tengo 25 años y trabajo en una importadora y distribuidora de insumos agrícolas. Pero esta historia de los panes no se ha olvidado; me encuentro con gente que la conoce e incluso se comenta en otras universidades. Siento que es una marca con potencial y me gustaría a futuro crear algo con el concepto de "niño pan". A veces pienso que el mito desapareció, pero no: siempre reflota.

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