Para las mujeres, el amor romántico está en la mira. Aunque la industria en torno a la búsqueda de amor sigue siendo enorme, va creciendo la opuesta: defenderse de la dependencia amorosa. Deconstruirse, tecnologías amorosas alternativas a la pareja tradicional, aumentar el amor propio, son todas apuestas para desafiar la ruta del amor como tragedia. Una nueva educación sentimental es la consigna. Y si en algo falla ese cometido, es que no todo lo que atañe al amor es relativo a lo educable. Existe el hambre humana, la pasión amorosa.

Pasión suena a algo emocional, pero activo. Estoy en busca de mi pasión, dicen algunos desesperados de aburrimiento, como si de pronto uno se topara con una actividad conveniente al entusiasmo. Pero la etimología de esta palabra nos habla de otra disposición, de padecimiento y pasividad. La pasión nos remite a una verdad incómoda, existe la fascinación por la dependencia: perder la cabeza por amor, fijarse en un deseo sexual, aunque pueda ser devastador.

Se trata de un goce primitivo, que replica el primer amor que conocemos, el de la dependencia absoluta a un cuidador. Amor sin límite, voraz. Es cosa de ver a los niños pequeños cuando empiezan a comer sólido, se atragantan porque insisten en el ritmo de tomar líquido. Comer requiere intervalos. Tomar, en cambio, es un continuo. El amor pasión es así, sin respiro, con riesgo de asfixia.

La satisfacción del apasionado es entregarse por completo, porque supone que no tiene nada más que dar que a sí mismo. Por ende, busca un amo (por jerarquía o idealización), que brinde el anhelado gesto de amor del superior. Gesto que, para quien está atrapado en esta modalidad amorosa, es vital, ya que siente que sólo a través del otro se constituye. Por eso el temor exagerado al abandono. Para quien mira desde afuera al apasionado, le resulta incomprensible que el embrujo provenga de alguien a quien seguramente no le ve gracia alguna.

Este es el terreno fértil para el abuso de poder, porque la canallada es hacer usufructo de esta disposición humana. Es frecuente que, en relaciones abusivas, las víctimas busquen la aprobación del victimario en vez de huir.

Si este es un tema que atañe al feminismo, es porque culturalmente el amor romántico ha propiciado esta modalidad de dependencia en las mujeres. Como escribe Silvia Federeci, eso que llaman amor es en realidad trabajo no pagado a las mujeres. Porque el amor romántico ha sido el envoltorio de lo que fue, durante mucho tiempo, el único destino para una mujer: el matrimonio como lugar de intercambio entre sexo y trabajo doméstico por dinero y protección.

Por otro lado, la pasividad masculina -emocional y sexual- ha sido castigada culturalmente. De ahí que tal satisfacción sea vivida por los hombres en los márgenes de la vida oficial patriarcal. Haciendo parecer entonces, que la dependencia amorosa fuera una cuestión femenina.

El pacto patriarcal entre los sexos va en declive. Hoy es posible inventarse una diversidad de vidas; además, los discursos que construyen subjetividad promueven el individualismo antes que el montaje del amor romántico, pero, así y todo, la dependencia feroz insiste. Incluso comienza a escucharse con más frecuencia en hombres y en relaciones fuera de la norma heterosexual. Eso sí, el código actual es considerarlo un fracaso, incluso una patología.

La paradoja es que, aunque se promueve la autonomía y el rechazo a la fragilidad, la relación al tiempo se ha ido volviendo infantil: inmediato, voraz, sin intervalos. El amor, entre otras cosas, se torna tragón y compulsivo.

Hay otro modelo de amor, el que conocemos en segundo lugar en nuestra vida mental: aquel que nos exige renunciar a una cuota de egoísmo para ser queridos. El amor que deja con hambre, obliga a la espera y calma la fiebre pasional, el que a fin de cuentas nos obliga a ser mejores personas.

Curiosa fórmula, porque entonces ese amor feroz no se cura con más ego, sino que amando.