¿Habrán disfrutado del cielo nocturno nuestros antepasados homínidos de hace diez millones de años? Difícil saberlo. Lo que sí podemos decir con seguridad es que en sus cielos aún no estaba Betelgeuse. La estrella, que hoy vive las últimas etapas de su vida y que es la undécima más brillante del cielo nocturno, ha ganado atención porque su luminosidad ha menguado de manera considerable durante los últimos meses. ¿Estamos a punto de observar la desaparición de Betelgeuse? Probablemente no.
Betelgeuse es una estrella excepcional por muchas razones. Es parte de una de las constelaciones más famosas: Orión, compuesta por varios de los astros más luminosos del cielo. Específicamente populares son sus "Tres Marías", la cintura del patrón antropomórfico que esta constelación delinea. En la mitología griega, Orión era un cazador gigante a quien Artemisa inmortalizó en el cielo. Con su llamativo color rojo, Betelgeuse señala el hombro derecho del cazador.
Por su atractivo brillo y color, es probable que Betelgeuse sea el objetivo de cualquiera que use por primera vez un telescopio. Pero la decepción que lo invadirá ha sido compartida por multitudes de astrónomos aficionados: las estrellas, apenas puntos luminosos a simple vista, con el instrumento siguen pareciendo, bueno… puntos. La descomunal lejanía de estos cuerpos celestes hace que su tamaño angular en el cielo sea demasiado pequeño para poder resolverlo con nuestros ojos.
La palabra angular en este caso es importante, ya que es el tamaño que realmente percibimos. Por ejemplo, si colocamos una moneda a la distancia apropiada, podemos lograr que a nuestra vista tenga exactamente el tamaño angular de la Luna: medio grado. Por supuesto, estos objetos difieren en tamaño. El diámetro de la Luna es de unos 3.500 km, pero ubicada a casi 400.000 km, podemos taparla con una moneda. En la medida que los objetos son más y más pequeños, llega un momento en que se transforman en simples puntos a nuestros ojos. Podemos llegar a distinguir dos puntos como distintos siempre que estén separados por más de 50 segundos de grado, esto es, como la cuarentava parte de la Luna. Pero ¿cuál es la distancia angular que subtiende una estrella? En el caso de Betelgeuse, se trata de la veinteava parte de un segundo de grado. Muy lejos de la capacidad de nuestros ojos.
Ahora bien, la segunda decepción que tenemos como astrónomos aficionados es la de enterarnos que para los profesionales, equipados con telescopios inalcanzables para el hombre común, las estrellas son… también puntos. Bueno, casi todas las estrellas. Apenas una veintena son suficientemente grandes o están lo suficientemente cerca como para poder resolver su tamaño.
Hace exactamente cien años, el físico Albert Michelson consiguió la proeza que todos habían soñado: medir directamente el radio de una estrella. Era experto en interferometría, técnica que utiliza las propiedades ondulatorias de la luz para realizar observaciones ópticas muy refinadas. En 1887, en el que probablemente sea el más famoso experimento fallido de la historia de la ciencia, Michelson y Edward Morley intentaron medir con técnicas de interferometría la velocidad de la Tierra a través del éter, un diáfano fluido a través del que se suponía se propagaba la luz. No encontraron nada, cuestión que fue fundamental en la abolición del éter, que llegó de la mano de Albert Einstein 18 años más tarde.
Michelson inauguró las técnicas de interferometría astronómica que siguen dando frutos hasta nuestros días. Fue precisamente Betelgeuse el objetivo de Michelson en su primera medición. Como la distancia a la estrella, unos 700 años luz, ya se conocía, estimó el radio en 400 millones de kilómetros, del orden del tamaño de la órbita de Marte alrededor del Sol. Su hazaña fue similar a distinguir una cancha de fútbol sobre la superficie lunar. La fascinación que produjo este logro llegó incluso a la poesía: "Sobre Betelgeuse/las hojas de oro cuelgan en pasillos dorados/ por dos veces cien millones de millas", escribió el poeta Humbert Wolf en 1925, en un poema que transformó en canción nada menos que Gustav Holst. La influencia de Michelson es evidente.
Betelgeuse es una estrella enorme, 20 veces más masiva que el Sol. Su denso núcleo induce una fusión nuclear muy eficiente, lo que hace que su vida sea corta. Apenas 10 millones de años comparados con los 10.000 millones de años que una estrella como el Sol suele vivir. En el ocaso de su vida, sucesivos colapsos gravitacionales liberaron la energía necesaria para expulsar sus capas exteriores, haciéndola crecer hasta convertirla en la roja supergigante que es ahora. Estas se mueven en una danza compleja y turbulenta. La estrella pulsa y su brillo y su tamaño cambian constantemente.
El colapso final no podrá ser detenido por nuevas reacciones nucleares, y una gran explosión marcará su muerte: una supernova de la que seremos espectadores privilegiados… siempre que haya alguien por aquí durante los próximos 100 mil años. Porque la disminución actual de su brillo no parece ser un síntoma de mala salud, la que depende de su núcleo, invisible para nuestros telescopios. Es más bien el resultado natural de la dinámica de sus capas exteriores. Probablemente ya la tendremos de vuelta, en todo su esplendor, iluminando nuestras noches. O quizás, por una cosa de suerte, nos toque ver su explosión, e ilumine el cielo como nunca lo ha podido hacer. Sería la supernova más cercana que nunca hayamos visto. Un espectáculo hermoso en el cielo y en nuestra comprensión científica de estos fenómenos. Quién sabe si desde el hombro del cazador, Betelgeuse siga alimentando nuestros sueños.