Algunos de estos niños llegan aquí porque su cáncer está en remisión y hoy les toca su chequeo anual. Otros, que aún llevan la enfermedad encima, vienen a su control ambulatorio. Y están los que se les conoce como debut, que significa que pronto van a ser hospitalizados, que recién comienzan su batalla contra el cáncer.
Todos ellos, mezclados, de a poco, este martes a las 10.30 a.m. entran a la sala donde tres mujeres los esperan, sonrientes: Josefina Palma, Camila Iza y Carolina Galaz, a quien llaman la Caracola. Les preguntan el nombre a cada niño y cómo se sienten hoy. Esta mañana se respira felicidad en este rincón del Centro de Trasplante y Oncología Integral (TROI) que funciona en el hospital Calvo Mackenna.
Los niños se sientan alrededor de una mesa donde hay papel craft. La indicación es tomar un trozo de papel y pegarlo sobre la ventana, para ir creando juntos un solo personaje: una tortuga pulpo llamada Sombrero, que vive en el mar. Es mágica: puede volar, ver a los pájaros y el cielo azul, y se alimenta de nubes.
Carolina Galaz, la líder del grupo, está sentada en el suelo. Les pregunta a los niños por la historia del personaje sobre la ventana. Así, cada cual proyecta en él sus gustos y las preocupaciones respecto a su propia enfermedad. Sombrero también está en tratamiento por cáncer y la quimioterapia lo ha dejado calvo. Todos los chicos concuerdan en que no tener pelo les hace sentir miedo porque los pueden molestar. Eso apena a Sombrero. Y también a los niños que lo crearon.
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Nace la Caracola
Carolina Galaz (51) siempre estuvo rodeada de arte. En su casa -donde vivía con su padre escultor, Gaspar Galaz- había muchas obras que a ella la hacían imaginar historias, paisajes y seres fantásticos. Como no se comía todo en el almuerzo, la dejaban en la mesa hasta que terminara y ella se gastaba esas horas mirando absorta las obras que cubrían las murallas del comedor. A cada una le creaba una historia, un guion. Le pasaba con un grabado hecho por Delia del Carril, también con otro muy colorido de Roser Bru.
Entonces no podía saberlo, pero esa tendencia a crear e imaginar le permitiría trabajar con niños como los de este martes en el Calvo Mackenna. Desde niña fue hábil con sus manos: puede agarrar un pedazo de tela, un papel o pintura y crear un cuento desde cero. Dice que gran parte de este talento lo aprendió de su abuela materna, Marta Llull. "Era una mujer autodidacta que estaba muy metida en el arte, cosía, tejía, pintaba y hacía figuras de papel maché o de loza", cuenta Carolina.
En el colegio, su dislexia le dificultó aprender las materias. "Crecí pensando que era tonta, que no entendía nada. Fue difícil, pero el arte, la danza y la expresión artística fueron un escape total. Me salvaron la vida", explica. Siguiendo el sueño de su madre de ser bailarina, Carolina se fue a Estados Unidos apenas terminó el colegio en 1986. Allá aplicaría lo que desde siempre hace: como nunca pudo asociar los números con nada, los convirtió en colores. Sus pasos como bailarina eran entonces una secuencia guiada por el rojo, azul, amarillo, blanco. "Tenía un cuadro en mi cabeza con los pasos que debía hacer, pero si me hacían contar no me podía mover", recuerda. Lo cromático es tan importante en su vida, que su única hija se llama Azul.
En Estados Unidos bailó en varias compañías, hasta que una lesión en el tendón de Aquiles la obligó a retirarse en 1995. Hizo un curso intensivo de experimentación del arte como medio de expresión en el MOMA y un diplomado en la Universidad de Berkley. Aprendió a usar el arte y la creación plástica como un vehículo para expresar emociones, como si fuera un espejo.
Trabajó como voluntaria en el Hospital Presbiteriano de Nueva York, con niños que estaban en cuidados paliativos. Comenzó a desarrollar formas de ayudarlos a expresar lo que sentían. Ahí conoció a Peter, el pequeño que le puso el apodo de Caracola, esas caparazones marinas que cada vez que se acercan al oído permiten volver a escuchar el sonido del mar, sin importar cuánto tiempo pase. Recuerda Carolina: "Él me dijo que yo sería la que escucharía a los niños y podría verbalizar lo que sentían porque lo iba a guardar conmigo".
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Un par de alas
Volvió a Chile en 1998 y comenzó a hacer talleres de arte para niños. Partió en una pieza de la casa de su papá y luego armó un espacio en el patio de su casa en Vitacura. Llegaban niños de distintas edades, con y sin discapacidades, que se conectaban con sus emociones. También hizo clases en colegios municipales de Vitacura, Renca y Quilicura.
Pero hace siete años hubo un punto de inflexión. En 2012, la fundación Vivir más feliz -del hospital Calvo Mackenna y el TROI- la invitó a hacer talleres artísticos. "Lo hacíamos más como de expresión artística sin meternos en lo emocional. Pero empezamos a ver que abríamos espacios emocionales profundos", cuenta Carolina. "Entonces quería crear una terapia que no fuese esporádica; que tuviera seguimiento, porque vimos que lo más importante era el vínculo dentro del acompañamiento terapéutico". Habló con los sicólogos y terapeutas del hospital para armar una terapia complementaria al tratamiento médico. Y en 2016, formó la fundación La Caracola, a ser feliz.
Más pacientes empezaron a llegar a su sala de arte, autorizados por los padres. Hay distintas terapias. En el caso de los niños que van a controles ambulatorios, se preocupa de ir construyendo historias que les permitan contar y compartir lo que están sintiendo: usa, por ejemplo, el perro Palú o Paloma, personajes de papel maché que acompañan a los pacientes en sus actividades. Cuando los niños están en aislamiento porque serán trasplantados o están hospitalizados, los visitan en sus piezas. Ahí pintan, juegan y cada uno lleva una bitácora de sus experiencias. Con marionetas pueden ayudarlos en su proceso de entendimiento del cáncer.
"Nuestra metodología permite que los niños desarrollen y potencien lo que está sano en ellos. Que sepan que el cáncer no los abarcó enteros, que hay partes que no ha tocado y eso queremos fortalecer", explica Carolina. En las sesiones los niños pueden decir cosas que frente a sus padres no podrían. Pueden expresar emociones como la pena, el miedo, la tristeza. "Muchas veces los niños cuidan a los papás para que no sufran", agrega. Por eso, también se incluye a los padres, para que se digan cosas. "Cosas que se dan por hecho, como 'yo te amo, mamá' o 'gracias por acompañarme'. Que se rían y lloren juntos. Al niño le hace bien ver que el papá igual se quiebra o se siente inseguro", cuenta la Caracola.
También implementaron el programa del Buen Morir, que acompaña a los niños en su etapa terminal. "Creemos que el arte permite la vida eterna; todo lo que un niño hace en el proceso en que estamos juntos queda para siempre: un cuadro, una escultura", explica Carolina. Por ejemplo, se enyesan las manos o los pies de los niños, para dejarlas como un molde. También se hace con sus manos tomadas a las de sus padres. "Lo más power cuando muere un hijo es que no lo puedes tocar, pero con esto pueden volver a darle la mano".
La Caracola creó también unas alas para ayudar a los niños a volar cuando llegue el momento. Padres e hijos van construyéndolas con distintos materiales y poniendo en su interior las cosas con las que quieren recordarse. En el proceso participan los médicos, quienes también aportan sus recuerdos.
"Para mí la muerte no es oscuridad, es mucha luz. Es muy fuerte cuando un niño te dice 'chuta, yo pensé que me iba a casar, parece que ya no' o que iba a ir a la universidad, o que iba a ser mamá..., pero estoy tan segura que el que fallece va a estar bien", reflexiona Carolina. El tema no le es lejano: hace unos años tuvo un paro cardíaco, pero eso es algo de lo que prefiere no hablar.
A fines del año pasado, la Caracola cerró los talleres en su casa para dedicarse exclusivamente a los niños del Calvo Mackenna cada martes y jueves. Los lunes y viernes los usa para preparar materiales y actividades junto a sus ayudantes. Los miércoles sumó un nuevo desafío: lleva su taller de arte y emociones a los niños con cáncer que se atienden en el hospital Roberto del Río.
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Segunda oportunidad
Varios padres esperan afuera a que termine el taller de sus hijos este martes. Entre ellos está la mamá de Hellen (5), una niña que fue diagnosticada hace dos años y medio de leucemia y derivada al Hospital Calvo Mackenna el año pasado para un trasplante de médula. Para Priscilla, la madre, el trabajo de la Caracola ha sido algo mágico en el proceso de recuperación de su hija.
Hellen fue parte del programa de sicoprevención para niños trasplantados. La semana previa a la cirugía -cuando se someten a quimioterapia, radioterapia y otros tratamientos-, los niños crean una figura con bolsas de suero, jeringas y sondas. Como en la unidad de trasplante no puede ingresar cualquier cosa y todo debe estar esterilizado, Carolina resolvió usar los mismos materiales de los tratamientos médicos. En la semana de aislamiento, la figura se convierte en la principal compañía de los niños y sirve de espejo de lo que van sintiendo. Además les permite entender su situación. "Con esta figura nos empezaron a contar que se le iba a caer el pelito, pero que volvería a crecer. Que muchas veces le iba a doler un brazo, que le iban a poner un catéter para la quimioterapia. Hellen le explicaba a la figura que no le iba a doler, sino que le iba a ayudar a estar mejor", recuerda Priscilla.
Para los niños con osteosarcoma -un cáncer a los huesos que forma tumores y puede terminar en una amputación- crean una marioneta con materiales reciclados a semejanza de cada niño. Ellos mismos pasan a ser doctores y se encargan de operar a su marioneta, de extirpar el pedazo de cuerpo que está enfermo. Y con imaginación, ese trocito amputado se convierte en un pájaro que le entregue libertad. Eso, explica Carolina, les sirve para llegar con menos ansiedad al día que les toque la cirugía. Verlo como una segunda oportunidad.
Además, para Carolina es importante que los niños aprendan que no existen emociones buenas ni malas. Que todas existen y que se pueden transformar, pero no anular. Por eso en las ventanas de la sala tienen pegados carteles que dicen: desagrado, paz, pasión, agradecimiento, inseguridad, rabia, miedo. Los niños eligen una emoción y la asocian con situaciones donde la sintieron.
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Priscilla, junto a su hija Hellen y Carolina Galaz. Hellen fue trasplantada de médula y creó a Sofía, su Ser Amigo que la acompañó en su proceso.[/caption]
Más que entretención
Este martes hay una segunda sesión del taller, que parte cerca del mediodía. Todos los niños están alrededor de una mesa redonda. Cada uno tiene un papel y debe dibujar algo. Cuando las monitoras dicen "cambio", deben pasar el papel a la persona de al lado. Todos se ríen y gritan mientras se les acaba el tiempo. A ratos, pareciera que estos niños no estuvieran dentro de un hospital.
La Caracola y quienes trabajan con ella acompañan a los niños desde que son diagnosticados, están junto a ellos mientras están hospitalizados y luego los monitorean cuando van a sus controles en el hospital. Cuando son dados de alta, los vuelven a ver en sus chequeos anuales. Carolina llama arquitectura emocional a lo que hacen, porque crean espacios para convivir con las emociones. "Cuando vuelven a su lugar de origen, ellos se dan cuenta de que han crecido mucho y que verbalizan cosas que otros no pueden, ni siquiera su familia", explica.
El sueño de la Caracola es llevar su arteterapia a todos los hospitales y niños que sea posible, pero para eso necesita reunir más dinero. Actualmente tiene una sola empresa que dona mensualmente y otra que les da un aporte anual. Entre las sesiones con los niños, las reuniones con el personal médico y la preparación de los materiales, poco tiempo le queda para conseguir nuevos donantes. Pero se repite que todo esto vale la pena cada vez que ve sonreír a estos niños.
Entonces, ella también sonríe. Y dice, convencida: "Lo que hacemos entretiene, pero para los niños es mucho más: es enfrentar sus emociones, descubrir cómo se sienten, que a lo mejor tienen una pena inmensa o quizás darse cuenta de lo valientes que son".